Cada
día cuando regreso a casa después de trabajar en la (tan cool) redacción de Vanity Fair (a las puertas de mi edificio hay una placa que dice literalmente "Palazzo Reale") atravieso el infierno.
El
autobús número 27 de la EMT me deja en la Glorieta de Embajadores. Bajamos
entre trompicones, y enseguida estoy en el mundo de los zombies. Hay una
pescadería muy económica y los efluvios del pescado podrido inundan la
glorieta. Luego está el bar de la esquina con sus capas de mierda en el suelo,
de palillos, servilletas, huesos de aceitunas y hedor a fritanga, y la farmacia
con su puerta blindada y sus escaparates con telarañas, y la pastelería
decadente, y las varias paradas de autobuses, y los gitanos que venden tomates
en jaulas de madera sobre la acera, y algún que otro coche de policía. Y en ese
estrato, bien abonado, crecen los yonquis a puñados. Se multiplican. Se
retroalimentan de lo que ven y huelen y palpan a su alrededor.
Los
hay de todas clases. Altos o medio enanos, todos esqueléticos y desdentados y
todos con esa edad indefinida y el rostro surcado de arrugas como navajazos. De
vez en cuando tropiezo con alguna mujer, recuerdo una con un carrito de niño
lleno de bolsas de basura. Otra con algún destello de su antigua belleza de
adolescente rebelde. Un día, de pronto un Mercedes enorme aparca en un sitio
reservado a los autobuses. El conductor es un señor que ronda los 70 años, en
el asiento del copiloto hay una mujer de la misma edad, tensa y elegante, con
la nariz envuelta en vendajes. La puerta trasera se abre y del vehículo
metalizado desciende un chico de unos 30 años con muletas. Tiene un pie
escayolado. Viste camisa de cuadros recién planchada y vaqueros de marca. Sale
del coche sin despedirse y sin mirar atrás.
Sale
del coche con la ansiedad pintada en el rostro. Con una mirada extraviada.
Anhelante. En cuanto abre la puerta ya ha olvidado a los que ha dejado atrás.
Sale
del coche y su rostro es una máscara que tiene mil años.
Sale
del coche y sus padres o abuelos o lo que sean lo contemplan con resignación y
terror. Ya no hay tristeza en las miradas, es algo distinto: probablemente no
te volvamos a ver y eso es lo mejor.
¿Por
qué?
¿Por
qué piensan eso?
Porque
de la Glorieta de Embajadores parten las cundas que van al infierno.
Cundas:
vehículos destartalados que por una módica cantidad transportan a sus pasajeros
a los poblados chabolistas donde se vende la droga.
Yo
he estado en ellos varias veces. Como periodista, claro. En el de Pies Negros, en el de la Celsa, en
la Cañada Real. Fue hace mucho, fue en una pesadilla. Patriarcas gitanos, niños
descalzos jugando al escondite en montones de mierda, ratas correteando entre los charcos. Y el
gentío. El gentío caminando sin mirar a derecha o izquierda o escondiéndose
detrás de una chabola, debajo de uno de los puentes que cruzan la M-30, entre la chatarra o dentro de un coche, haciendo cosas con la espalda
vuelta, encogidos sobre sí mismos, cosas con jeringuillas y cucharas y mecheros.
El
infierno, sí.
Y
para mi desgracia, el autobús 27 me deja cada día en la meta de dónde parten
todos esos zombies.