miércoles, 9 de noviembre de 2016

MADRID PROLETARIAT STADT



Sales del metro y te encuentras en otro planeta, y eso que es un barrio relativamente céntrico. Bloques y bloques de pisos de cuatro alturas, todos idénticos, pintados de color sucio, calles estrechas atestadas de coches, de vez en cuando alguna acacia mustia rodeada de basura, apenas hay tiendas y las que hay tienen las lunas sucias. Una peluquería, una tapicería, un taller. Las aceras están desiertas, pero la ropa tendida flota al viento delante de todas las ventanas. Preguntamos en un bar por una calle con nombre de virgen. El tipo que nos contesta está medio desdentado, tiene las uñas rotas. Detrás del Lidl, dice. Subimos por un callejón maloliente con las baldosas rotas. Aquí arriba continúa el mismo patrón constructivo, pero las viviendas se levantan entre parterres resecos según un plano que parece absolutamente caprichoso. En perpendicular, en horizontal, orientadas al norte y al sur, al este y al oeste. Los números tampoco siguen ningún orden lógico. Parece imposible encontrar el portal. Además, sobre los hierbajos se amontonan los coches obstruyendo el paso.
Paramos a una anciana con un carrito.
“Cuando llegué del pueblo en los años 60, las casas no tenían ni números. Una prima mía vivía dos calles más allá y siempre me perdía cuando iba a verla”.
¿Es un barrio tranquilo?, inquiere mi amiga, que está buscando un piso económico.
“A ver, yo crié aquí a mis cuatro hijos sin problema. Aunque ahora hay muchos extranjeros. Pero si pagan la renta y no molestan...”.
El apartamento que visitamos tiene techos bajos, un patio oscuro y tres dormitorios en 50 metros. Los tabiques parecen de pladur. Salimos de allí enseguida con sensación de claustrofobia.

La siguiente parada es en otro distrito. El barrio es más céntrico y las casas más variadas. Pero también de pésima calidad. Esta vez el piso es de 45 metros cuadrados, con salón, cocina, dos dormitorios, baño y balcón. Está atestado de objetos y de personas. Tres ancianos y un joven. Hay fotos de bodas, bautizos y comuniones por todas partes. Como altarcillos. Los muebles se amontonan unos junto a otros, las personas también. Una vieja en una butaca junto a una camilla junto a un viejo junto a la tele. Y cuando digo junto, quiero decir junto. El chico nos dice que el piso tiene muchas posibilidades.
“Yo hacía los deberes en el balcón. Este es un barrio obrero. De los años 60. Tranquilo”.

Pienso cómo debió de ser esa emigración brutal de los 60, cuando el campo se despobló y sus gentes se fueron a Madrid a vivir en cuchitriles.
Pienso qué arquitectos diseñaron esos bloques infames. Esas calles retorcidas. Esos pisos en los que sabían que alojarían a familias numerosas en menos de cincuenta metros. Madrid está construida sobre el sudor de muchos labradores. Se lo digo a mi amiga y me contesta que va a buscar un piso moderno en las afueras. Construido sobre el sudor de alguna hipoteca.    


domingo, 23 de octubre de 2016

DOMINGO DE COCIDOS Y TRAGEDIAS



Los domingos otoñales siempre tienen algo trágico, de un trágico insidioso, nada épico. 
Hasta las conversaciones anodinas de pareja
Hasta las conversaciones anodinas de viejas parejas.

-La pobre, tuvo un hijo retrasado.  Todo el día por el suelo, a gatas. Sin salir de casa –dice la mujer.
Lleva un abrigo de paño beis y una pañoleta en la cabeza porque empieza a  tintear un agua fina pero molesta. Le cuesta caminar sobre el empedrado irregular, sus zapatos de tacón grueso se tuercen a cada paso. Levanta la vista, al final de la calle, se enroscan las nubes negras en torno a la montaña. El viento trae hojas secas de chopo y olor a berza.
-No, nunca lo sacó de casa –contesta el hombre, calándose el sombrero. Le da otra vuelta a la bufanda, avanza unos pasos por delante de la mujer.
-Cuando murió y no fuimos al entierro, muy mal le pareció.
-Se enfadó. Pero ni nos enteramos.
-Y luego tenía ese otro, el que se quemó. Pobrín. Tenía tres años y estaba en la trona y se prendieron las faldas del brasero de carbón y él, claro, solico, no pudo bajar, y las faldas lo quemaron y lo trajeron al médico del pueblo, ¿y qué hizo?, lo envolvió en algodón con alcohol, ay, Jesús, cuando llegaron al sanatorio y le quitaron las vendas se fue toda la piel con ellas, tuvieron que amputar las piernas y luego no sé cuántos injertos... Toda la vida con operaciones, hasta que las diñó. Fue un alivio, creo yo.

La mujer se ajusta la pañoleta. El viento hace bailar los faldones de su abrigo. De las casas de piedra llega el rumor de cerrojos y portones que se cierran. Es domingo y ya ha salido la gente de misa y ya llegan los turistas a comer cocido a los mesones de Castrillo de los Polvazares.
-Ella era una delicia de mujer, muy bailadora. En las fiestas del pueblo, ¡lo que bailaba! Tenía algo...
-Con tanta desgracia, está muy estropeada, si la vieras ahora. Luego tuvo el otro, el que prendió fuego a la gasolinera. Estaba mal de la cabeza y se enfadó y trabajaba allí porque pa’ las tierras era un desastre, las llevaba muy mal, se le pasaba la vez de regar, perdía siempre alguna cordera, y lo colocaron en una gasolinera, ahí en el cruce, donde la cantina, y va un día y dice que lo trataron mal y hace explotar las bombonas. Lo metieron en el manicomio de Palencia.
-Pero ella era de simpática y de lista. ¿Te acuerdas?
-Me acuerdo que un día llegó a casa y le dijo a madre: el domingo siguiente salgo novia con el Barquero. Y madre le dijo: pero rapaza, si tienes quince años y él es un viejo, podría ser el tu padre. Se conocieron en el baile y a la semana ya salieron de novios. Y les fue bien, se querían mucho. Ocho hijos tuvieron. Luego ya empezaron a caer las desgracias.
-Cómo bailaba. Y esos ojazos entre verdes y pardos.
-Ahora está consumidina, la pobrina. ¿No la viste?
El hombre se cierra el cuello del tabardo y acelera el ritmo de sus pisadas hasta dejar muy atrás a la mujer.
-¡Espera! –exclama ella tambaleándose-. Condenadas piedras.


domingo, 9 de octubre de 2016

LLÉVATE ESE BRAZO



-¡Llévate ese brazo!
La joven doctora coge la bandeja con el brazo que acaban de amputar.
-¿Y qué hago con él?
-Déjalo por ahí, en anatomía patológica.
La joven doctora desciende a los sótanos del hospital. Catacumbas, piensa. El brazo está rígido, la mano como una garra. Atraviesa pasillos. No hay ventanas, solo la luz cruda, de sala de despiece, del neón. El intenso hedor a formol hace que le escuezan los ojos. Le entran unas ganas terribles de frotárselos y los brazos y las manos. De frotárselos hasta que se le levante la piel. Avanza y cavila, ¿qué hace,  deja el brazo en la morgue? No está segura porque no hace tanto que llegó a este hospital provincial desde otro hospital provincial.

Desde que había terminado la carrera se había dedicado a hacer guardias. Tantas, que se le había cambiado el horario del sueño. Treinta y dos horas seguidas sin dormir, cuatro o cinco veces al mes. Después de más de diez años con ese ritmo, acabó desquiciada: le dieron tres meses de baja por depresión.

La joven doctora en realidad no es tan joven. Tiene cuarenta años y se ha presentado tres veces al MIR. Toda la vida estudiando y cobraba 1.200 euros. Por eso se apuntaba a todas las guardias. Para redondear el sueldo. Urgencias: ataques al corazón, accidentes de tráfico en las enrevesadas carreteras comarcales, intentos de suicidio, incluso cornadas en alguna de las ganaderías de la zona. De los muertos había perdido la cuenta; de las autopsias, también. Hasta que su cabeza dijo basta. O su cuerpo. No era capaz de distinguir quién había explotado primero. Por eso había decidido regresar a su tierra. Más al norte, menos áspera, pensó, menos poblada, más tranquila.

Pero no. En el nuevo hospital la doctora no era ni siquiera joven sino algo peor: novata.
Como novata, te vamos a hacer perrerías. Perrerías de médicos. Llévate ese brazo, lava ese colon. El colon, le entraron unas arcadas tremendas porque estaba lleno de restos, pero se contuvo.
Que ya no era una joven doctora.
Piensa en eso cuando entra en la morgue. Entra envalentonada pero con lo que ve y escucha, decide que tiene suficiente. Suficiente de hospitales. De médicos. Se va, renuncia, quiere, no sabe, hacerse homeópata, ludópata, cualquier cosa excepto médico; médico, con esa inhumanidad de los médicos, no.

-Pero ¿qué pasó? –le pregunto.
Coge aire, grita. Ahora siempre grita cuando habla.
-Primero, ¿por qué le hacen autopsia a un pobre viejo que tenía metástasis por todas partes? Ya se sabía de qué había muerto. Y luego los tiran de cualquier manera, a los muertos. Como... como si fueran sacos de estiércol. Por Dios. Son seres humanos. En el otro hospital la forense hacía la autopsia, sacaba los órganos, analizaba todo, y luego los volvía a meter y cosía el cuerpo. Solo le faltaba darles un beso a los cadáveres. Eso es una buena forense. Y aquí, les sacan todo y los dejan tirados, abiertos. Los cuerpos, aunque estén muertos, merecen un respeto, joder.

Miro a esa joven doctora que ya no es tan joven, cuando la conocí en la universidad era una belleza de piel blanca, cabello negrísimo y ojos verdes, inconsciente y feliz. Le gustaban las hombres y las amigas fieles. Siempre pensé que no era escrupulosa. Esa cosa que nos decían de niños cuando no queríamos beber por el vaso de un compañero: ¡qué escrupulosa! Pues bien, ella no tenía ese tipo de escrúpulos.
Pero sí otro tipo, del tipo moral, del tipo que importa.


Ahora es una doctora no tan joven, que siempre grita cuando habla, y quiere dejar de ser doctora (no de ser joven).  

lunes, 2 de mayo de 2016

TERROR EN EL CONSERVATORIO



El sonido de un piano, se para, trastabilla, vuelva a arrancar.
Frío.
Pasillos tenebrosos.
Olor gris y baños de puertas torcidas. Niños de mejillas rojas y bufandas gruesas. Profesoras viejas y chirriantes como urracas.
El Conservatorio Profesional de Música de León.

Así fueron los sábados de mi vida desde los 7 a los 17 años. Nada de la Bola de Cristal ni de dibujos animados. Me perdí todo eso. Desde las 8 de la mañana a las 3 de la tarde, mis sábados consistían en viajes semanales –infernales- desde mi pueblo-ciudad hasta León. 48 kilómetros dejados de la mano de Dios. Íbamos en los renqueantes autocares de la empresa Ramos, asientos rotos que se te clavaban en los leotardos –no llevé pantalones hasta los 13 años-, peste a combustible, a puros, a cigarrillos sin filtro. Nevara, lloviera o cayera la cencellada. Cuando llegábamos a la cochambrosa estación de autobuses de León, invariablemente yo vomitaba. Después, los alumnos de la hermana Pilar Echaniz, un grupo de niños de distintos tamaños y edades, caminábamos juntos y solos –o sea sin adultos- hasta el Conservatorio -cruzando calles, restos de la muralla, parques desangelados- que era, y sigue siendo, un edificio oscuro, desolado, de puertas desvencijadas y paredes grises. Por aquel entonces, los sábados, que era el día que teníamos reservado los de fuera de León, no ponían la calefacción. Las salas estaban vacías y las luces de los pasillos, apagadas. Las profesoras, viejas cascarrabias con maneras de posguerra, nos trataban con desprecio.
“A ver, ¡los de los pueblos!”, exclamaban para tomarnos la lección.
Recuerdo las clases con pánico, con terror incluso.

Era aquella educación: las escalas con sangre entran.

Había niños de toda la provincia, de Laciana, del Bierzo, del páramo. Cuando las profesoras pasaban lista con ese desprecio, tú, de dónde eres, de La Robla, de Villablino, de Cistierna, decían las vocecillas infantiles y a mí se me quedaban los nombres de los pueblos grabados. En realidad allí no teníamos nombre propio, éramos eso: el de La Robla, la de Villablino, el de Cistierna, los de La Bañeza. Algunos tardaban horas en llegar allí por carreteras infernales. Con los años me he cruzado con antiguos alumnos. Una me contaba hace poco que ella y sus dos hermanas se pasaban todo el camino llorando desde Ponferrada.

“¡A ver, los de los pueblos!”.

Una chica lanzó un alarido y cayó al suelo entre los pupitres y le salían espumarajos por la boca y la profesora se la quedó mirando con cara de malhumor, lo que me faltaba. Menos mal que los padres estaban fuera y entraron y dijeron que era un ataque epiléptico y se la llevaron, ¡a ver, los de los pueblos!, sigamos con la clave de fa sostenido mayor.
No recuerdo ni un solo día en el que disfrutara, ni un solo gesto de apoyo o de aliento por parte de las profesoras. Cuando crecí y mis hermanos se apuntaron también al Conservatorio, mejoró la situación porque era mi padre quien nos llevaba, no porque las profesoras mostraran ni una piza de interés. Mi hermano pequeño huía del Seat 131 amarillo. Remoloneaba alrededor del coche, se iba alejando poco a poco, disimuladamente, pensaba él, y mi padre lo tenía que traer prácticamente a rastras, y al poco de subir, vomitaba, y nos pasábamos el viaje en un silencio tembloroso, mirando por la ventanilla ese páramo alto y desnudo que rodea León, los Picos de Europa al fondo, y cuando divisábamos las torres de la Catedral, empezábamos a inventar excusas para escaquearnos: estoy malo, me encuentro mal... El único consuelo era que después de la tortura de las clases mi padre nos llevaba a comer un pastel a La Asturiana.

Hoy, lo que me parece milagroso es que, a pesar de esa enseñanza nefasta, hubiera gente capaz de terminar la carrera y gente capaz de amar la música.
Que, a pesar de todo, yo sea capaz de amar la música.

*Alguien ha sugerido trasladar el Conservatorio Profesional de Música de León a los bajos del estadio de fútbol. Eso sí que es mentalidad preclara. Se lo comento a mis hermanos y me dicen que, por ellos, podían hacerlo volar por los aires.