lunes, 18 de agosto de 2014

EL PAPA O LOS REINOS DE TONGA



Es el día de la Patrona. Llegan al pueblo parientes desde la vieja Castilla, desde Madrid, desde Asturias.
Y llega mi tío, obispo, desde California.
Viene cargado de regalos, reparte chicles de canela y ejemplares de Time y New Yorker, camisetas con leyendas en inglés talla XXL y corbatas made in China.
-En los EEUU todo es ya made in china –dice con una especie de resignación.
Cuando se sienta a comer se quita el  alzacuellos y se mete la cruz de plata en el bolsillo. Nos habla de Obama.
-No le permiten gobernar. Antes el presidente de los EEUU, cuando era elegido se convertía en el presidente de todos. Ahora no. Clinton no fue el presidente de los republicanos. Bush no fue el presidente de los demócratas. Obama no es el presidente de los republicanos.
Nos habla del Antiguo Testamento.
-Jonás, me encanta su historia. DiosnuestroSeñor lo hizo profeta en contra de su voluntad. Pero Señor, decía, yo no quiero predicar en Nínive. Si no me hacen caso en mi pueblo, cómo me van a hacer caso allí, donde nos odian y nos persiguen.
Mi tío suelta una carcajada jovial mientras se pone la pechera perdida de jugo de sandía.
-Y Jonás se negó y se embarcó huyendo de los designios de DiosnuestroSeñor y al final se lo tragó la ballena. Pero... –pausa teatral- sobrevivió. Y agradecido fue a Nínive y acabó convirtiendo a todos, desde el rey hasta las bestias. Las bestias –repite y suelta otra carcajada-. Humor del Antiguo Testamento.

Es el día de la Patrona. La gente sale en tropel a pasear por la plaza mayor vistiendo sus mejores galas. Mi tío nos acompaña en esa procesión pagana.
-¡Padre, padre!-. Un hombre de mediana edad y camisa de cuadros se agacha y le besa el anillo episcopal-. Sé que visitó usted en Jerusalén. Yo también. ¿Qué le parecieron los Santos Lugares?
Mi tío se inclina y le dice al hombre algo que no llego a entender.
-Dios lo bendiga –repone él-. Y estuvo con el Santo Padre en Roma, ¿qué le pareció?
-Un profeta –responde mi tío con una sonrisa benevolente.
-Dios lo bendiga –repite el hombre y, con un nuevo besamanos, se pierde entre la multitud.

-¿De dónde venís?
-Del concurso de pintura rápida. Hicimos unos bocadillos de chorizo y marchamos a la orilla del río a pintar.
La mujer que me contesta es poetisa y diseña joyas con materiales de reciclaje. Tiene una espesa cabellera negra y unas piernas largas y delgadas. Me muestra su lienzo. Sus hijas, las mismas piernas largas y tobillos estrechos, los mismos labios carnosos, el mismo cabello oscuro, me muestran los suyos. Tres puntos de vista distintos sobre el mismo paisaje. Mi tío los valora con ojo crítico.
-Fantástico –dice-. Congratulations.
Ellas lo observan a él con idéntico ojo crítico.

-Ay, ¡qué ganas tenía de saludarlo! –una monjita escueta y arrugada con una túnica blanca se nos acerca.
Cabecean los dos con respeto, mi tío y la monjita.
-A pesar de tantos años allá no ha perdido el acento de aquí.
-Eso me dicen en Caracas cuando vuelvo del pueblo- se gira hacia mí-. En las favelas me llaman sor Menudencia, como soy tan pequeña- explica y suelta un ruidito como el gorjeo de un jilguero.

-Ese año, en el balneario, yo supe que Padre estaba mal cuando jugamos a la brisca: dejaba caer las cartas.
Mi tío mira a mi padre y mueve la cabeza. Estamos sentados en una terraza, a unos metros hay títeres para niños y se escuchan las voces del titiritero, con su acento medio leonés medio gallego. Está representado una comedia, los protagonistas son los miembros una familia de cochinos.
-Cómo le gustaba a Padre echarse al mar, nadaba hasta que era solo un punto en el horizonte- responde mi padre.
-Pero en ese viaje, no, en ese viajo no nadó.

-Tengo un amigo que es predicador baptista. Yo le digo: pero no sería mejor que siguierais las escrituras en las homilías-. Mi tío le da sorbitos con deleite a su vermuth son selz-. ¿Y sabes lo que me responde? Si lo hiciéramos así acabaríamos durmiéndonos en los laureles, es más creativo y requiere mayor esfuerzo que cada uno predique sobre lo que quiera.
-Capitalismo religioso –apostillo-. Las iglesias compiten entre ellas por los fieles.
Mi tío abre la boca para añadir algo y de pronto empiezan a sonar canciones leonesas y un grupo folklórico se mueve por el escenario. Revuelo de manteos amarillos y frufrú de enaguas. Hemos pasado de los cerdos de cartón piedra a los danzantes de la ribera.
-He leído que el español está creciendo en EEUU –afirma mi padre por encima del estruendo.
Mi tío frunce el ceño.
-No, está creciendo la población hispana, que no es lo mismo. Los inmigrantes, en cuanto se integran en la cultura americana, pierden su idioma.
Los danzantes siguen dando vueltas por el escenario. Hay piruetas, saltos, manos que vienen y van. Panderetas, tamboriles. Los antiguos bailes que veía mi tío de niño en el pueblo. Ahora, en las iglesias de su diócesis californiana, los nativos del reino de Tonga bailan ataviados con collares de palma en torno al altar.



  

domingo, 10 de agosto de 2014

UN AMOR A MEDIAS, UN ADIÓS A MEDIAS


Aquel verano. Yo sostenía la bicicleta entre las piernas, expectante. Él había aparcado su utilitario frente a mi pandilla de amigas y, con la música a todo volumen, desgranaba viajes y  aventuras. Yo tenía 16 años; él, 20. Era el chico más guapo del pueblo. Trabaja en el negocio de construcción de su padre y ganaba su propio sueldo. Vestía ropa francesa y se iba de marcha cada noche a un pueblo distinto. Yo había terminado segundo en el instituto y, como cursi irredenta que era, asistía por las mañanas a clase de pintura y de francés, y por las noches leía Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé y lloraba por el Pijoaparte.

Por qué se fijó en mí y no en mis amigas, en la rubia atrevida y sexy, o en la karateka de cuerpo atlético, o en la presumida que llevaba siempre la ropa más cara, sigo sin entenderlo después de tantos años. Lo nuestro fue un amor absurdo, abocado al fracaso desde el principio. No sé qué vio en mí, quizá la facultad de fabular, la curiosidad desbordada de unos ojos saltones que aún no conocían nada de los hombres.
En realidad, no importa, porque para mí él fue, por muy manido que suene, mi primer amor.
Antes había habido flirteos, besos de tornillo y sobresalto en los coches de choque, papelitos llenos de corazones en los bolsillos de la trenca a la salida de clase. Pero novio, lo que se llama novio, fue el primero.
Duró poco, eso sí, hasta que empezaron las clases. De repente en otoño el mundo se dio la vuelta: él seguía con el mismo ritmo, calzarse el mono y trabajar a destajo durante el día, y perfumarse y tomarse una copa detrás de otra por la noche; pero yo tenía que estudiar y debía estar en casa antes de las diez. Ni Ford Fiesta ni bicicleta.

Qué cosa tan curiosa es tu primer amor. Tan puro. Tan inocente. Todo es nuevo y te maravilla, en el mejor sentido del término. Que alguien te elija a ti de entre muchos otros te otorga una increíble sensación de poder. El poder de la individualidad. Es la primera vez que te distingues realmente de los demás. Sin embargo, yo sentía que no me lo merecía, que todo era una impostura y que un día el hermoso X despertaría y, entrecerrando los ojos almendrados y las largas pestañas, pensaría: qué hago yo con ésta.
Así sucedió.
¿Qué hago yo con esta chica a quien toco el culo por encima de la falda y se pone nerviosa?
¿Qué hago con esta chica a quien beso en los asientos de mi coche y me pone a cien y de pronto suelta que tiene que irse a casa porque, ya sabes, mi padre, etc?
¿Qué hago con esta chica que me pasa libros para leer y me habla de no sé que autores sudamericanos que me importan una mierda si yo lo que quiero es meterle mano?
¿Qué hago con esta chica que se bebe medio cubata y ya está borracha, así que de coca ni hablamos?
¿Que hago con esta chica que me habla de su madre muerta y se echa a llorar por menos de nada?
Pues eso.
¿Qué hacía ese chico conmigo?
No tenía sentido.

Aún así, me costó olvidarlo. Me largué a estudiar fuera y me lo encontraba a menudo cuando regresaba al pueblo. Una Nochevieja hasta hubo un intento de terminar lo que habíamos empezado muchos años antes (sexo). Pero no funcionó. No. Era un amor de adolescencia conservado en formol. No había vuelta atrás. Aunque allí estaba su sonrisa, luminosa, como si de pronto se despejara el cielo en un día de tormenta. Y estaba el hoyuelo en la barbilla, y el resplandor de su cuerpo.
Me lo cruzaba a menudo, sí. Su rostro de galán eterno.

Pasaron los años y ninguno de los dos sentaba cabeza. Yo volaba fuera de España, él, allí, en el pueblo, seguía siendo eso: galán eterno.
La sonrisa empezó a parecer postiza, como la de Robert Retford (aunque él fue siempre mucho más Paul Newman). Pero un buen día, tardíamente, se casó y enseguida tuvo un hijo. Supongo que su mente evolucionó, que en algún momento dejó el Ron Cola y el polvo blanco y lo cambió por una familia. Y aún así, en las raras ocasiones en que lo veía pasar frente a mi puerta, imaginaba las tardes metiéndonos mano en la piscina, la música ochentera en su coche, su dulzura al besarme.
Suena cursi, sí. Pero así es la adolescencia: a ratos cursi, a ratos trágica. Y así son las memorias de la adolescencia, claro.

Entonces un día le sobrevino un extraño mal, repentino y mortal, y en unas semanas murió.
Lo cursi se esfumó.
Ahora solo queda la tragedia. O más bien, la melancolía de la adolescencia.
Mi querido X, cuánto me arrepiento de haberlo dejado así, sin terminar. 
Un amor a medias, un adiós a medias.