Era la más alta de la clase y la que
tenía la melena más larga (y pelirroja).
El primer día del instituto se acercó a
mí y me soltó, con un desparpajo poco habitual en el pueblo, que a sus abuelos
y los míos los unía una profunda amistad. ¿Profunda amistad? ¿Qué abuelos?
Todos, dijo con aplomo y me narró una grandiosa historia de amistades y
relaciones a través del tiempo y las peripecias de la vida (siempre tuve dudas
de que fuera cierta). A mí, pobre rapacina de pueblo y preadolescente, nunca se
me había acercado nadie a hablarme así y me quedé fascinada. A partir de ahí
nos sentamos juntas.
Había vivido fuera del pueblo y nadie la
conocía. Exhibía un aura de adulta y una voz profunda que lo mismo entonaba
canciones de la guerra civil que susurraba cuentos de los muertos enterrados en
las ruinas de un antiguo convento. Vestía camisas blancas de hombre y sujetadores
negros; estaba claro que no le interesaba ni la moda ni los chicos. Nos pasábamos
las tardes en la biblioteca husmeando en libros antiguos y en números atrasados
del periódico del pueblo. Tenía un montón de teorías sobre cualquier hecho
histórico que esgrimía con verborrea infatigable, trabó amistad con los viejos
cronistas del pueblo y veía restos de calzadas romanas por doquier.
Pero lo que
desataba su pasión eran las historias medievales, las novelas de caballería en
castellano antiguo y las sagas de Sir Walter Scott. A mí no me costaba nada
seguirla, la verdad, me sacaba la vena fantasiosa y las calles invernales
recorridas por el implacable viento del noroeste se transformaban en fortines
medievales, campamentos romanos o trincheras de la guerra de la Independencia.
(Ahora que lo pienso: éramos una pandilla
bastante friky).
Luego el tiempo nos separó. Murieron los
abuelos, todos, los míos y los suyos. Ella se cortó el pelo y yo me dejé
melena.
Y ahora mi compañera de pupitre,
Margarita Torres, ha descubierto el Santo Grial. Exactamente. Eso.
Así dicho, suena increíble. (Pero qué es
la historia y la arqueología, sino una creación a medias entre el intelecto y
la imaginación). Es el cáliz de doña Urraca.
El nombre de doña Urraca, la verdad,
también suena bastante increíble, pero ateniéndonos a los hechos fue reina de
León y Castilla (1109-1116) y madre del emperador de León Alfonso VII, el que
convocó las primeras cortes de España en 1118 (dato que no puedo dejar de
reseñar: se me ve la veta del terruño).
Vuelvo al cáliz: dos piezas de ónice
engarzadas en oro. Lo he visto mil veces, cada amigo que llegaba y llega a León
es conducido, en un especie de peregrinación familiar forzosa y concesión a la susodicha
veta terruñera, a la colegiata románica de San Isidoro, y en el museo debía y
debe dejarse asombrar por los llamados “tesoros” como el cáliz de doña Urraca (y si no finge el asombro necesario le cae una mirada entre el desprecio y la desilusión que lo deja tieso).
Se decía que era de origen romano. Y todo
el mundo lo admiraba con reverencia. Esa factura primitiva, las filigranas, las gemas engarzadas, perlas, esmeraldas y zafiros. Ahora que lo pienso parecía salido
del Señor de los Anillos o de Juego de Tronos: pero no, era, es real.
La cosa empezó así: había un abad en San
Isidoro, Viñayo se llamaba, una especie de hombre renacentista, que fue el primero que en los años 70 susurró la posibilidad del Santo Grial.
Luego, el carbono 14 ha probado que el cáliz es de la época de Cristo. Y de la
a a la zeta, hay un camino que mi compañera de pupitre ha recorrido como un
meteorito en varios años de estudios exhaustivos.
¿Y por qué no?
Si creemos en la existencia de Cristo, ¿por
qué no vamos a creer en Lignum Crucis, en la Sábana Santa o en el cáliz de la
Última Cena?
Si los siete sabios de Cataluña afirman
que Colón y Cervantes eran catalanes y los del País Vasco, que solo es
vascongado quien tenga Rh negativo, ¿por qué los leoneses no vamos a guardar el
Santo Grial?
Leyendas para todos (Suárez lo hubiera aprobado).