Mi vecina gitana me regaló
la sillita que usa mi hijo. Un día me habló desde el otro lado del puesto de
medias que tiene su tía en el mercadillo de los sábados.
-Costó seiscientos leuros, tuve que pagarla a plazos. Si no
la quieres, al contenedor. No tengo sitio en casa –dijo y le dio un meneo a su
larga melena negra-. Si la quieres, Juan te la lleva luego.
Le dije que sí, que me
quedaba la sillita, y le compré a su tía unas medias de fantasía que aún no he
estrenado ni estrenaré.
La sillita resulto ser un
armatoste ultramoderno, plegable, desmontable y lavable. Sobre todo eso último,:tuve que meterla dos veces en la lavadora, pero al final quedó como nueva y
relucía en toda su llamativa y esplendorosa gama de azules y turquesas.
A los pocos días subí a casa
de la gitana, un cuarto piso sin ascensor, a darle un regalo. Era la una de la
tarde del 23 de diciembre, un día frío y gris, muy del noroeste. En el
descansillo se amontonaban los cachivaches: un colchón, tablones, cajas de
cartón. Había una enorme mancha verdiroja o rojiverde en el techo y un charco de
agua debajo. El timbre no funcionaba, así que golpeé varias veces la puerta con
los nudillos. Cuando estaba a punto de darme por vencida, la hoja se abrió sigilosamente.
Apareció la cara entre asustada y desconfiada de su hija de doce años. Iba en
pijama, el pelo sucio, las mejillas salpicadas de granos. Al fondo, en la
penumbra, se adivinaba una pared desconchada.
-¿Te desperté?
Movió la cabeza
afirmativamente varias veces.
-¿Tu madre?
-En la cama.
De pronto apareció por detrás
la hija pequeña. Salió al descansillo y comenzó a dar vueltas a mi alrededor
con los pies descalzos. Chapoteó en el agua.
-¿Nos traes algo?
-A tu mamá.
-¿Naranjas?
Me reí.
-¿Jamón?
Negué con la cabeza.
-¿Pan?
Le acaricié el cabello y
sentí su tacto áspero.
-Decidle que volveré otro
rato.
Me di la vuelta y descendí
las escaleras de puntillas, intentando no hacer ruido.
Al día siguiente, 24 de diciembre, me topé con
la gitana frente a su portal. Llevaba un mono blanco que se pegaba a su esbelto
cuerpo y un collar de piedras rojas. Estaba muy guapa. Le dije que tenía un
regalo para ella, se apartó el cabello de la cara con un golpe brusco y me
acompañó a casa. Mi padre abrió la puerta y, de pronto, me avergoncé del árbol
de Navidad con sus absurdas bombillas de colores, del Belén que habíamos
tardado dos días en montar, de la nube de aire caliente que emanaba de los
radiadores. Le entregué la caja de bombones y el set de maquillaje. Le mostré la
barra de labios. Le expliqué que tenía un resorte para abrirse y escondía un
espejito dentro.
-Me pierde el maquillaje –dijo
guardándolo todo en el bolso sin mirarlo-. La pequeña me estropeó el otro día
el pintalabios rojo.
-Y unas botellas de vino -añadió
mi padre ofreciéndole una caja.
-Yo no bebo. Me educaron
como una verdadera gitana, sin beber y sin salir. Para Juan. A ver si se anima,
que lleva varios meses sin trabajar.
Nos quedamos los tres
callados. Yo era consciente del aire cargado, del aroma del besugo en el horno,
de los villancicos que sonaban de fondo en el equipo de música. Entonces mi
padre se empeñó en enseñarle el corralito de piso de arriba que había mandado
hacer a un ebanista. Ella subió las escaleras, echó un rápido vistazo al
corralito y otro a mi hijo, que correteaba entre los juguetes desperdigados por
doquier, y dijo:
-La pequeña se cargó el
lavabo. Trepó encima y catapúm. Ahora no tenemos lavabo. Usamos el fregadero.
Habló en voz muy alta,
riéndose a grandes carcajadas. No sé por qué, evitó mirarme, miraba solo a mi padre. Bajó a toda prisa y salió
dando un portazo.