Yo
tenía tres grandes amigos cuando era niña. Germán, Fran y Óscar. Con Óscar iba al
jardinillo porque su madre y la mía eran amigas y quedaban a merendar bajo los
castaños de indias. Con Fran, jugaba en la plaza frente su casa. Su padre y el
mío trabajaban y actuaban como dos caciques en la misma zona, y tenían momentos de idilio y momentos
de odio visceral.
Germán siempre fue más misterioso. Sus padres eran muy
serios, siempre vestían de negro. Él no solía quedarse a jugar después de
clase. Era más alto y más rubio y tenía el pelo más largo. No se reía tan a
menudo. Se notaba que pasaba algo dentro de su cabeza que nadie podía
averiguar. Yo sentía una especie de adoración por él (a pesar de que, y esto lo
recuerdo bien, un día le pillé limpiándose los mocos con la manga del babi de
parvulitos).
Crecimos
juntos y juntos íbamos pasando de curso y de profesoras. Corríamos por el patio
del colegio. Dábamos patadas a un balón (ni siquiera lo llamaría fútbol) en la
currupia. Jugábamos a las canicas. Competíamos entre nosotros por sacar las mejores
notas. Y por hacernos reír y hacer reír al resto de la clase. Una vez escribí
una redacción sobre la marabunta que se montaba en el aula al sonar el timbre,
y la leí en clase y cuando todos estallaron en carcajadas, me quedé asombrada.
¡Mis palabras eran capaces de provocar que treinta rapaces se retorcieran de
risa! Me pareció milagroso. Pensé: a eso quiero dedicarme, a provocar
sentimientos con lo que escribo. A hacer a la gente reaccionar, a despertarlos
o, aunque suene cursi, hacerlos soñar.
Porque
yo soñaba despierta. Era una niña redonda, de ojos grandes. Curiosa. Inocente.
Colocaba mi tres muñequitos de goma sobre el piano en las clases de música. Y
hablaba con ellos entre sonata y fuga. Convertía las borlas de mi bufanda en
dos bichos peludos, y hablaba con ellos entre fuga y sonata. Hablaba sola.
Canturreaba melodías inventadas. Leía con fruición. Vivía fuera de la realidad,
que es donde deben vivir los niños.
Y
no quería crecer.
No
quería convertirme en una de esas chavalas de pechos grandes de las clases
mayores que se reían tontamente cuando aparecía un chico.
Había una rubia que era interna, venía de una aldea perdida. Cuando jugaba al
brilé sus pechos subían y bajaban por debajo del polo blanco. Me parecía raro.
Me parecía incomodísimo. Y olía a un sudor distinto al del resto. Mareante. Me
alejaba de ella y de las que olían como ella todo lo que podía.
No
quería que mis amigos, por ser chicos, estuvieran al otro lado de esa barrera
invisible que los separaba de las chicas.
Me
resistí con fuerza. Logré ser una adolescente tardía, pero finalmente me
convertí en eso. Y sí, mis amigos se disgregaron. La infancia se acabó. Luego
los he vuelto a encontrar, a Óscar lo visité en Madrid, pero estaba estudiando
no sé qué ingeniería y tenía la mirada perdida absorta en números. No me prestó
la más mínima atención. Me partió el corazón. A Fran lo veo alguna vez, no ha
tenido una existencia fácil, se ha atascado en algún lugar dentro de sí mismo.
Y la esquela de Germán apareció hace unos días pegada en una esquina entre dos
calles.
Esto
no es post triste y no busco un final triste, la vida sigue, seguiré soñando (y
espero, haciendo soñar). Allá donde estés, Germán.