El sonido de un piano, se
para, trastabilla, vuelva a arrancar.
Frío.
Pasillos tenebrosos.
Olor gris y baños de puertas
torcidas. Niños de mejillas rojas y bufandas gruesas. Profesoras viejas y
chirriantes como urracas.
El Conservatorio Profesional de Música de León.
Así fueron los sábados de mi
vida desde los 7 a los 17 años. Nada de la Bola de Cristal ni de dibujos
animados. Me perdí todo eso. Desde las 8 de la mañana a las 3 de la tarde, mis
sábados consistían en viajes semanales –infernales- desde mi pueblo-ciudad
hasta León. 48 kilómetros dejados de la mano de Dios. Íbamos en los renqueantes
autocares de la empresa Ramos, asientos rotos que se te clavaban en los
leotardos –no llevé pantalones hasta los 13 años-, peste a combustible, a
puros, a cigarrillos sin filtro. Nevara, lloviera o cayera la cencellada.
Cuando llegábamos a la cochambrosa estación de autobuses de León,
invariablemente yo vomitaba. Después, los alumnos de la hermana Pilar Echaniz, un grupo
de niños de distintos tamaños y edades, caminábamos juntos y solos –o sea sin
adultos- hasta el Conservatorio -cruzando calles, restos de la muralla, parques
desangelados- que era, y sigue siendo, un edificio oscuro, desolado, de puertas
desvencijadas y paredes grises. Por aquel entonces, los sábados, que era el día
que teníamos reservado los de fuera de León, no ponían la calefacción. Las
salas estaban vacías y las luces de los pasillos, apagadas. Las profesoras,
viejas cascarrabias con maneras de posguerra, nos trataban con desprecio.
“A ver, ¡los de los
pueblos!”, exclamaban para tomarnos la lección.
Recuerdo las clases con
pánico, con terror incluso.
Era aquella educación: las
escalas con sangre entran.
Había niños de toda la
provincia, de Laciana, del Bierzo, del páramo. Cuando las profesoras pasaban
lista con ese desprecio, tú, de dónde eres, de La Robla, de Villablino, de
Cistierna, decían las vocecillas infantiles y a mí se me quedaban los nombres
de los pueblos grabados. En realidad allí no teníamos nombre propio, éramos
eso: el de La Robla, la de Villablino, el de Cistierna, los de La Bañeza. Algunos
tardaban horas en llegar allí por carreteras infernales. Con los años me he
cruzado con antiguos alumnos. Una me contaba hace poco que ella y sus dos
hermanas se pasaban todo el camino llorando desde Ponferrada.
“¡A ver, los de los
pueblos!”.
Una chica lanzó un alarido y
cayó al suelo entre los pupitres y le salían espumarajos por la boca y la
profesora se la quedó mirando con cara de malhumor, lo que me faltaba. Menos
mal que los padres estaban fuera y entraron y dijeron que era un ataque
epiléptico y se la llevaron, ¡a ver, los de los pueblos!, sigamos con la clave
de fa sostenido mayor.
No recuerdo ni un solo día
en el que disfrutara, ni un solo gesto de apoyo o de aliento por parte de las
profesoras. Cuando crecí y mis hermanos se apuntaron también al Conservatorio,
mejoró la situación porque era mi padre quien nos llevaba, no porque las
profesoras mostraran ni una piza de interés. Mi hermano pequeño huía del Seat
131 amarillo. Remoloneaba alrededor del coche, se iba alejando poco a poco,
disimuladamente, pensaba él, y mi padre lo tenía que traer prácticamente a
rastras, y al poco de subir, vomitaba, y nos pasábamos el viaje en un silencio
tembloroso, mirando por la ventanilla ese páramo alto y desnudo que rodea León,
los Picos de Europa al fondo, y cuando divisábamos las torres de la Catedral, empezábamos
a inventar excusas para escaquearnos: estoy malo, me encuentro mal... El único
consuelo era que después de la tortura de las clases mi padre nos llevaba a
comer un pastel a La Asturiana.
Hoy, lo que me parece
milagroso es que, a pesar de esa enseñanza nefasta, hubiera gente capaz de
terminar la carrera y gente capaz de amar la música.
Que, a pesar de todo, yo sea
capaz de amar la música.
*Alguien ha sugerido
trasladar el Conservatorio Profesional de Música de León a los bajos del
estadio de fútbol. Eso sí que es mentalidad preclara. Se lo comento a mis
hermanos y me dicen que, por ellos, podían hacerlo volar por los aires.