El Mercedes del millón de
kilómetros. Así lo llaman. A mi coche.
En realidad no es solo mío, es también de mis hermanos. Lo
heredamos de tito Miguel (léase abuelo). A mí me gusta conducirlo. Es de color
azul cielo, el salpicadero imita madera y todo en su interior es cuadrado,
esquinado, muy, muy masculino. Y luego está el volante de cuero, la rígida
palanca de cambios, los rígidos asientos. Igual que un tanque. Eso es, sabes
que jamás te defraudará: el diseño alemán tradicional. Quizá porque he vivido muchos
años en Alemania lo entiendo y lo valoro.
Mi abuelo Miguel nunca visitó
Alemania. Una pena, le hubiera gustado: carreteras rectas y aprecio por las
líneas gruesas. Aprecio por la maquinaria pesada. Por hacer las obras con
rotundidad, revolcándose en el barro. Todavía recuerdo cómo adoquinaban las
calles del casco antiguo de Berlín: a mano, handgemacht.
Pero me estoy desviando. Hablaba
de cómo me gusta conducir el Mercedes 300 de mi abuelo. Aunque en general, me
gusta conducir. A los 16 años mi padre me llevó al monte de encinas cerca de mi
pueblo para darme las primeras lecciones. ¡Oh, ah, la mayor quería aprender a
conducir! Más bien, debía aprender. Si vives en un pueblo tienes que conducir.
O caes en el aburrimiento o en el ostracismo. Yo lo deseaba con todas mis
fuerzas. Pero la experiencia con mi padre fue, como suele pasar, un desastre,
me gritó, me llamó inútil, discutimos. Decidí apuntarme a una autoescuela. Y en el verano que cumplía los 18 saqué el carnet. Mi primer coche, que llegó ese
mismo mes, fue un Citroen AX Negro. Mío
y de mis hermanos, claro.
El AX nos duró casi 14 años.
Sufrió golpes, abolladuras varias y, finalmente, una noche de mayo se quemó
hasta el chasis. Gracias a Dios me dio tiempo a escapar. O sea, me salí de la
M-30, recorrí a trompicones un descampado, di varias vueltas de campana, me
estrellé contra una roca y, cuando completamente aturdida, comprobé que estaba
entera, que no me faltaba ningún trozo de mi cuerpo, me quité el cinturón, salí
a un descampado y... se me olvidó apagar el contacto. El coche estalló en
llamas. Requiescat in pace.
Luego vino un Citroen Saxo, por fin, solo mío. Una carraca
que yo ponía a 150 y parecía que la carrocería iba salir volando en pedazos por
el aire. ¡Ese estruendo! Menos mal que entre medias pude conducir el Mercedes
de tito Miguel y el Mercedes E 320 de mi padre. Lo curioso es que con cada
coche desarrollé una personalidad. Con el AX, agresiva. Con el Mercedes 300,
cabeza dura, poderosa, nada se me ponía por delante. Con el Mercedes de mi padre,
lazy, magnánima. Quizá sea por el asunto
de las marchas automáticas, te hacen mirar a los demás vehículos por encima del
hombro. Ahora tengo un pequeño Peugeot negro y me hace comportarme como alguien
rápido, práctico y que va al grano.
Pero lo que más me gusta sigue
siendo el Mercedes del millón de kilómetros. Duro, robusto. Tal y como me
siento: Superheroína del Noroeste. Con ese coche podría ir a Alemania o a
Siberia, y volver. Nada me detendría.
En realidad me da miedo ese
automóvil. Me da miedo el espíritu que lo mueve, que acabe abduciéndome. Tito
Miguel cometió algunas tropelías montado en ese Mercedes. Como el día que había
unas vallas en la calzada y se formó un miniatasco en mi pueblo. Mi abuelo
salió del coche, dejó el motor al ralentí, cogió las vallas amarillas, las
levantó una por una por encima de su cabeza y las envió directas a la zanja que
protegían. Eso es. Con ese coche nada se te pone por delante.
¡Cuidado conmigo, conductores!