A los 25 años me hice un tatuaje. En aquella época yo
vivía en Londres, trabajaba a salto de mata, salía con el batería de una banda
de rock, y decidí que era el momento de poner en mi vida unas gotas de
contracultura.
El batería, que a su vez estaba
tatuado, me espetó después de uno de sus conciertos que yo no estaba hecha para
los tatuajes. Me enfadé con él y lo mandé a la mierda. Pero a los dos días me
llevó a un antro donde se tatuaban las estrellas del rock, o eso dijo, y me
dejó allí sola. Después de investigar todos los álbumes de diseños que me
mostraron elegí un dibujo celta. En aquel momento yo me sentía muy del noroeste
y muy lejos del Mediterráneo. Leía literatura sobre los celtíberos de la
península ibérica, y sobre los pobladores prerromanos de las islas británicas.
Leía autores anglosajones, intentaba descifrar la epopeya de Beowulf, me entusiasmaba con Stonehedge. Digamos que
atravesaba una etapa mística-salvaje (también llamada kitsch). El diseño que elegí
era un pájaro doblado sobre sí mismo que significaba, para los celtas, paz y
amistad. Y después de pasar más de una hora de sufrimiento, de escuchar el
chirrido de la aguja, de raspones y pinchazos, mi novio-batería me recogió
entusiasmado conmigo, con mi tatuaje y con una guitarra de segunda mano que se
acababa de comprar.
El tatuaje no cayó muy bien en mi
familia. Una cosa era que mi abuela tarareara con sentimiento los versos de
Concha Piquer, “Mira tu nombre
tatuado/ en la caricia de mi piel...”, y
otra que su nieta llevara un tatuaje. ¿Y cuándo fuera adulta qué? ¿Qué pensaría
la gente de mí? (Para ella, con 25, yo aún no había alcanzado la categoría de
adulta).
Han pasado los años y ya nadie se
fija en mi tatuaje. De hecho, tatuarse se ha convertido en una nimiedad, como
hacerse el agujero para el pendiente. Ya no solo se tatúan las estrellas de
rock, lo hacen las adolescentes, las amas de casa, hasta los funcionarios. En
mi gimnasio me encuentro tatuajes de todo tipo. Con caracteres chinos, con dibujos
de estilo budista, con cenefas geométricas. Ayer en la piscina vi una chica que
llevaba en la espalda dos alitas. Y otra, que tenía sobre los omóplatos dos
símbolo verticales, como los dibujos tallados en los instrumentos de cuerda,
que la hacían parecerse a un contrabajo (la amplitud de sus caderas contribuía
a reforzar esa impresión). También he visto otros terroríficos, recuerdo un día
que de camino al trabajo seguí los pasos de un tipo en bermudas que en cada
pantorrilla tenía una calavera, y al andar las calaveras parecían mirarme y
hacerme muecas.
Tatuarse ya no es un acto
trasgresor. En realidad quedan pocos actos trasgresores. Todo está al alcance
de todos. Tecleas unas palabras en internet, y voilà: salón de tatuajes, dónde
comprar una pitón o cómo conseguir una cabaña en la última isla de la
Polinesia.
Aún así, miro mi tatuaje y
pienso: significa algo, significa que hubo un momento absurdamente loco en mi
vida en el que creí que todo era posible.
(Y lo miro, y aún lo creo).
Creo que incluso los que nunca transgredimos nada, hemos empezado a ser transgresores por la misma conclusión que expones. Bonito artículo.
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