Aquel verano. Yo sostenía la bicicleta
entre las piernas, expectante. Él había aparcado su utilitario frente a mi
pandilla de amigas y, con la música a todo volumen, desgranaba viajes y aventuras. Yo tenía 16 años; él, 20. Era el
chico más guapo del pueblo. Trabaja en el negocio de construcción de su padre y
ganaba su propio sueldo. Vestía ropa francesa y se iba de marcha cada noche a un
pueblo distinto. Yo había terminado segundo en el instituto y, como cursi
irredenta que era, asistía por las mañanas a clase de pintura y de francés, y
por las noches leía Últimas tardes con
Teresa de Juan Marsé y lloraba por el Pijoaparte.
Por qué se fijó en mí y no en mis amigas,
en la rubia atrevida y sexy, o en la karateka de cuerpo atlético, o en la presumida
que llevaba siempre la ropa más cara, sigo sin entenderlo después de tantos
años. Lo nuestro fue un amor absurdo, abocado al fracaso desde el principio. No
sé qué vio en mí, quizá la facultad de fabular, la curiosidad desbordada de
unos ojos saltones que aún no conocían nada de los hombres.
En realidad, no importa, porque para mí él
fue, por muy manido que suene, mi primer amor.
Antes había habido flirteos, besos de
tornillo y sobresalto en los coches de choque, papelitos llenos de corazones en
los bolsillos de la trenca a la salida de clase. Pero novio, lo que se llama
novio, fue el primero.
Duró poco, eso sí, hasta que empezaron
las clases. De repente en otoño el mundo se dio la vuelta: él seguía con el
mismo ritmo, calzarse el mono y trabajar a destajo durante el día, y perfumarse
y tomarse una copa detrás de otra por la noche; pero yo tenía que estudiar y
debía estar en casa antes de las diez. Ni Ford Fiesta ni bicicleta.
Qué cosa tan curiosa es tu primer amor.
Tan puro. Tan inocente. Todo es nuevo y te maravilla, en el mejor sentido del
término. Que alguien te elija a ti de entre muchos otros te otorga una
increíble sensación de poder. El poder de la individualidad. Es la primera vez
que te distingues realmente de los demás. Sin embargo, yo sentía que no me lo
merecía, que todo era una impostura y que un día el hermoso X despertaría y,
entrecerrando los ojos almendrados y las largas pestañas, pensaría: qué hago yo
con ésta.
Así sucedió.
¿Qué hago yo con esta chica a quien toco
el culo por encima de la falda y se pone nerviosa?
¿Qué hago con esta chica a quien beso en
los asientos de mi coche y me pone a cien y de pronto suelta que tiene que irse
a casa porque, ya sabes, mi padre, etc?
¿Qué hago con esta chica que me pasa
libros para leer y me habla de no sé que autores sudamericanos que me importan
una mierda si yo lo que quiero es meterle mano?
¿Qué hago con esta chica que se bebe
medio cubata y ya está borracha, así que de coca ni hablamos?
¿Que hago con esta chica que me habla de
su madre muerta y se echa a llorar por menos de nada?
Pues eso.
¿Qué hacía ese chico conmigo?
No tenía sentido.
Aún así, me costó olvidarlo. Me largué a
estudiar fuera y me lo encontraba a menudo cuando regresaba al pueblo. Una
Nochevieja hasta hubo un intento de terminar lo que habíamos empezado muchos
años antes (sexo). Pero no funcionó. No. Era un amor de adolescencia conservado en
formol. No había vuelta atrás. Aunque allí estaba su sonrisa, luminosa, como si
de pronto se despejara el cielo en un día de tormenta. Y estaba el hoyuelo en
la barbilla, y el resplandor de su cuerpo.
Me lo cruzaba a menudo, sí. Su rostro de
galán eterno.
Pasaron los años y ninguno de los dos sentaba
cabeza. Yo volaba fuera de España, él, allí, en el pueblo, seguía siendo eso:
galán eterno.
La sonrisa empezó a parecer postiza, como
la de Robert Retford (aunque él fue siempre mucho más Paul Newman). Pero un
buen día, tardíamente, se casó y enseguida tuvo un hijo. Supongo que su mente
evolucionó, que en algún momento dejó el Ron Cola y el polvo blanco y lo cambió
por una familia. Y aún así, en las raras ocasiones en que lo veía pasar frente
a mi puerta, imaginaba las tardes metiéndonos mano en la piscina, la música
ochentera en su coche, su dulzura al besarme.
Suena cursi, sí. Pero así es la adolescencia:
a ratos cursi, a ratos trágica. Y así son las memorias de la adolescencia,
claro.
Entonces un día le sobrevino un
extraño mal, repentino y mortal, y en unas semanas murió.
Lo cursi se esfumó.
Ahora solo queda la tragedia. O más bien,
la melancolía de la adolescencia.
Mi querido X, cuánto me arrepiento de
haberlo dejado así, sin terminar.
Un amor a medias, un adiós a medias.
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