domingo, 23 de agosto de 2015

CUANDO UNO O MÁS SE REÚNEN EN TORNO AL VINO


Cuando una o más personas se reúnen en torno a una botella de vino sucede esto: que llegan bolsas llenas de tomates y calabacines, que los amigos se hacen amantes, que los bodegueros se desnudan...

Se le ocurrió a ella:
-¿Por qué no quedamos en un bar que conozco donde ponen unos vinos buenísimos?
Él se rio. Era verano. Su familia estaba en la playa, pero él trabajaba esa semana y sin embargo se sentía libre. Dijo que sí y quedaron en un bar de La Latina.
Ella preguntó:
-¿Puedo elegir?
Se encontraba a gusto ahí, en ese lugar húmedo y somnoliento que está dentro de una botella. Había algo, un instinto, que la hacía acertar con los vinos. No así con los hombres, desde luego que no, pero mejor olvidarse de eso. Se arregló el cabello, miró a su amigo y pensó: tan deseable, tan fragante, ¡un Ribera!
Él se bebió la copa muy suavemente.
Después un vino de Toro.
Él la miró asombrado, los ojos color musgo le brillaban.
Después ella pidió una Mencía del Bierzo, dura, fuerte, directa al corazón.
Cuando salieron del bar, él la besó.
-Hacía tanto tiempo que quería hacer esto –susurró.
Ella le mordisqueó el lóbulo de la oreja:
-Vamos a mi casa, tengo un magnum de Teso la Monja que te va a encantar.

El sr. X va a la huerta que su amigo cultiva en la ribera del río Órbigo. Tiene intención de pedirle unos tomates y unos pepinos porque su hija se ha empeñado en hacer un gazpacho natural. 
“Natural”, ha recalcado. Y también: “No traigas de más, que luego se nos pudren”.
A veces al sr. X su hija le parece un poco pesada, un poco repipi, con esa obsesión que tiene por la comida sana. Cuando viene de Madrid llena la maleta como si no hubiera un mañana: alubias, pimientos, miel, ristras de ajos...
El sr. X decide llevarle a su amigo una botella de tinto prieto picudo de una bodega de Valdevimbre a cambio de la mercancía. “Trueque”, se dice.
Cuando llega a la huerta es media tarde. La tierra está rodeada de una muralla de chopos y más allá se huele el río. Su amigo está sentado a la sombra de un manzano fumando con la vista clavada en el infinito. Unos surcos más lejos, entre los pimientos, se encuentra el hermano de su amigo, sentado en una jaula. Se saludan a gritos. El sr. X saca la botella de prieto picudo.
-¿¡Adónde crees que vas con eso!? –exclama su amigo-. Tengo yo aquí una cosecha entera de prieto picudo de la nuestra viñas. Más natural que eso que llevas ahí.
El sr. X parpadea al escuchar la palabra natural. 
-Este no está mal. Es de la cooperativa de Valdevimbre.
Su amigo refunfuña y entra en la nave donde guarda el tractor. Al fondo, está la bodega. Las botellas se apilan hasta el techo cubiertas de telas de araña. Coge una, la limpia contra la pernera del pantalón y la descorcha con la navaja. 
-Yo no bebo, eh, pero esto es para que la pruebes.
El sr. X abre su botella también.
-Vamos a catar los dos.
-Este mío es de la viña del camino de Jiménez. 
-Mientras, voy apañando unos tomates.
Dos horas más tarde el sr. X ha apañado varios kilos de tomates, dos bolsas de pepinos, enormes calabacines y dos docenas de pimientos. Su amigo se ofrece a llevarlo a casa en su Citroen destartalado. Se meten todos dentro y salen haciendo eses y levantando nubes de polvo por el camino de concentración.

No se conocían. Pero ella probó su vino de el Bierzo y se dijo, hay alguien que me entiende. Así que hizo una buena reseña en su periódico y se la mandó. Y se olvidó del asunto.
Muchos meses después él le escribió. Le daba las gracias y quería consultarle no sé qué. Ella recordó el sabor oscuro y vibrante y misterioso de su vino, y quedó con él.
Se vieron en una vinoteca vacía y se miraron los dos con muchos parpadeos. Había un tercer tipo al que ella no prestó mucha atención. Ninguno de los dos se imaginaba cómo sería el otro. O quizá ella no se lo imaginaba así: ¡ese caldo, con esa fuerza! Él era demasiado encantador. ¿Demasiado tímido? O quizá lo que pasaba era que a ella le traicionaba su fantasía, se había imaginado alguien más sombrío. Hablaron, sonrieron, probaron un vino. Se atragantaron.
-Tengo un proyecto. Me han fotografiado.
El otro tipo dijo:
-Ha sido muy generoso.
¿Generoso?
Ella contestó:
-Te has desnudado.
Hubo carraspeos, sorbitos de las copas de vino.  
Y ella vio las fotos a contraluz del tipo casi desnudo entre sarmientos. Tenía un hermoso cuerpo flexible. Se concentró en su copa.
-Eh, muy bueno, el vino, quiero decir.

Sonrió temblando. El cuerpo del vino.

lunes, 10 de agosto de 2015

POSTALES FELLINIANO-LEONESAS (VERANO)



El verano en mi pueblo transcurre así:

TRUCULENCIAS ERÓTICAS
-La historia del perro.
Mi vecina se mueve entre dos surcos de fréjoles en la huerta. Zas, zas, zas, los pela y los echa a un caldero.
-¿Qué perro? –contesto mientras avanzo a duras penas por el surco de al lado.
-Me la contó un Guardia Civil que va a kárate conmigo. El otro día llamaron al cuartelillo: era una chica, que estaba enganchada a un perro.
Me detengo y estiro la espalda.
-¿Enganchada a un perro?
-Eso, a un mastín leonés. Se lo había tirado o al revés –mi vecina lanza una carcajada-. Ya sabes que los perros tienen un espolón ahí y la chica no se podía sacar la cosa del perro. Así que se arrastró, Dios sabe cómo, hasta alcanzar el móvil. Cuando llegaron los picoletos la metieron en el todoterreno y la llevaron al centro de salud. En el centro, ¡imagínate el panorama! No sabían que hacer así que la mandaron a urgencias al hospital de León. Cincuenta kilómetros y la tía pegada al mastín.
-Jesús –digo por decir algo.
-En el hospital ella se puso frenética, les pidió llorando que no mataran al perro, que lo quería mucho.
-Jesús –vuelvo a decir. Dejo mi caldero sobre la tierra, repleto de vainas moradas.
-Al final decidieron anestesiarlo y esa fue la única manera de que se soltara.
-¿Y quién era la chica?
Mi vecina se encoge de hombros.
-Anda que no le habrá podido pegar alguna enfermedad... Y 80 kilos de perro.
De pronto nos entra la risa tonta.
-¡Un mastín leonés! Pero cómo...
Sigo pelando fréjoles y pienso: pues la chica debía de sentirse bien sola.




ÁNGELES DEL INFIERNO
-Oye, ¿puedes indicar por dónde anda la oficina de la Caja Rural?
Los contemplo con sobresalto bajo la luz incierta de una farola: el tipo, fornido, está embutido en un pantalón de cuero con flecos y lleva un chaleco a juego sin nada debajo. Ella, igual de fornida y vestida de forma similar (intento averiguar, pero no lo consigo, si lleva algo debajo del chaleco) parece una amazona futurista. Ambos tatuados, curtidos. Dan miedo.
-Aparcamos ahí la moto y ahora no la encontramos. Con tanto jaleo y tanta hostia.
A nuestro alrededor rugen los motores, pasa un tío haciendo un caballito con la moto, pasa un grupo entero de motoristas en formación, todos llevan cazadoras color naranja con sus nombres y cargos bordados: jefe, vocal, tesorero (¿se los habrán bordado sus abuelitas?). Hago un vano intento de explicar a la pareja cómo llegar a la Caja Rural, pero me cuesta concentrarme en medio de esos aullidos de neumático.
-Acompañadme, que voy en la misma dirección.
Empujo la sillita de mi hijo con decisión y me hago hueco entre la marabunta. ¿10.000, 20.000 motoristas? Mañana es la carrera de motos (el Gran Premio de Velocidad Ciudad de La Bañeza, hablando con propiedad) y el pueblo está desbordado. Hay Harley Davidson, hay BMW, hay motos vintage, hay motos galácticas. Ocupan las aceras, están frente a la iglesia, a la puerta de la biblioteca. Si pusieran una bomba, el noroeste de la península se quedaría sin motos. Porque son todos leoneses, gallegos, asturianos, zamoranos y hasta portugueses. Eso sí, no veo ni un hipster ni creo que lo haya en cincuenta kilómetros a la redonda.
-Venimos desde Galicia, de Orense –cuenta el tipo.
-¿Y a qué os dedicáis?
-Yo tengo ganado, vacas, y ella, frutales.
Ah, muy estilo Ángeles del Infierno californianos, pienso.
-Aquí estamos todos los años, ya sabes, es la única carrera que queda puntuable para el campeonato que se hace en un circuito urbano. ¡Adrenalina a tope! Nos recarga las pilas para toda la temporada.
Agito la cabeza, claro, claro.

ANIMALADAS
-Cada animal es un mundo –dice mi tía segunda al tiempo que me muestra su gallinero-. Las gallinas, por ejemplo, parecen tan pacíficas, eh, pues las pollinas nuevas tuvimos que separarlas de las viejas.
Observo el corralito de las pollitas y el de las gallinas. Las paredes son de tapial, el suelo de tierra apisonada. Las pollitas beben y comen de cacharros de barro. Las gallinas ponen huevos en una caja llena de paja.
-¿Por qué?
-Fíjate, las jóvenes ponen un huevo al día, las viejas cada dos días. Las jóvenes tienen el plumaje más oscuro, canela, y los huevos de ese color. Las viejas más blanco-. Mi tía segunda suelta una risita- Como las personas.
-Pero, ¿por que están separadas?
-Una gallina vieja empezó a picotearle el culo a una joven hasta que le sacó las tripas.




ENCUENTROS GÓTICOS
Me los cruzo a todos. Al informático, a los dos ingenieros, a la madre, a los niños pequeños. Solo falta mi amiga, la arquitecta, que emigró al sur y a quien no veo desde hace más de una década. Compañeros de la infancia. Su abuelo, el mejor amigo y el mejor socio de mi abuelo. Negocios y amistad. Dos tipos que se hicieron ricos en los años 50. Uno más elegante, más sibilino; otro, más bruto, más obcecado. El primero murió mucho antes que el segundo. Pero quedó su casa: una increíble mansión con torretas góticas, escalinata de mármol, mirador, patio y una hiedra frondosa cubriendo los muros de piedra.
Y poco más quedó.
La casa fue desmoronándose mientras la familia se dispersaba.
Y de pronto, en las fiestas de la patrona, me los encuentro en la plaza mayor.
-Así que estáis restaurando la vieja casa –digo y siento una palpitación. Allí corrí, jugué, monté en bicicleta. En su patio, en sus corredores. Recuerdo el crujido de los suelos de tarima. El olor polvoriento. Los hermosos aparadores. El eco en el hueco de la inmensa escalera. Los cachivaches de unos primos artistas que se amontonaban en la cochera.
La madre pestañea, lleva un vestido de lino, perlas al cuello y la rebeca de punto echada con elegancia sobre los hombros, como siempre, como la recuerdo de la niñez.
-Tenemos que cambiar las cañerías, el tejado, la instalación eléctrica... todo. Además, como es un edificio protegido, no podemos tocar la estructura interior.
Hay algo que debo preguntar, el recuerdo más persistente de esa mansión. Un sonido, do re mi fa sol la si do, que me persigue. Un sonido extraño y a la vez conocido. No sé por qué siempre pensé que en el fondo del viejo piano se guardaban las monedas de oro que salvarían la mansión de la ruina.
 -¿Y el piano?
La madre se coloca la chaqueta que se le escurre de los hombros y baja la voz:
-Es casi el único mueble que ha sobrevivido. Intacto, increíblemente intacto.

Le sonrío con alivio y ella me devuelve la sonrisa.