El verano en mi pueblo
transcurre así:
TRUCULENCIAS
ERÓTICAS
-La historia del perro.
Mi vecina se mueve entre dos
surcos de fréjoles en la huerta. Zas, zas, zas, los pela y los echa a un
caldero.
-¿Qué perro? –contesto
mientras avanzo a duras penas por el surco de al lado.
-Me la contó un Guardia
Civil que va a kárate conmigo. El otro día llamaron al cuartelillo: era una
chica, que estaba enganchada a un perro.
Me detengo y estiro la
espalda.
-¿Enganchada a un perro?
-Eso, a un mastín leonés. Se
lo había tirado o al revés –mi vecina lanza una carcajada-. Ya sabes que los
perros tienen un espolón ahí y la
chica no se podía sacar la cosa del
perro. Así que se arrastró, Dios sabe cómo, hasta alcanzar el móvil. Cuando
llegaron los picoletos la metieron en el todoterreno y la llevaron al centro de
salud. En el centro, ¡imagínate el panorama! No sabían que hacer así que la
mandaron a urgencias al hospital de León. Cincuenta kilómetros y la tía pegada
al mastín.
-Jesús –digo por decir algo.
-En el hospital ella se puso
frenética, les pidió llorando que no mataran al perro, que lo quería mucho.
-Jesús –vuelvo a decir. Dejo
mi caldero sobre la tierra, repleto de vainas moradas.
-Al final decidieron
anestesiarlo y esa fue la única manera de que se soltara.
-¿Y quién era la chica?
Mi vecina se encoge de
hombros.
-Anda que no le habrá podido
pegar alguna enfermedad... Y 80 kilos de perro.
De pronto nos entra la risa
tonta.
-¡Un mastín leonés! Pero
cómo...
Sigo pelando fréjoles y
pienso: pues la chica debía de sentirse bien sola.
ÁNGELES
DEL INFIERNO
-Oye, ¿puedes indicar por dónde
anda la oficina de la Caja Rural?
Los contemplo con sobresalto
bajo la luz incierta de una farola: el tipo, fornido, está embutido en un
pantalón de cuero con flecos y lleva un chaleco a juego sin nada debajo. Ella, igual
de fornida y vestida de forma similar (intento averiguar, pero no lo consigo,
si lleva algo debajo del chaleco) parece una amazona futurista. Ambos tatuados,
curtidos. Dan miedo.
-Aparcamos ahí la moto y
ahora no la encontramos. Con tanto jaleo y tanta hostia.
A nuestro alrededor rugen
los motores, pasa un tío haciendo un caballito con la moto, pasa un grupo
entero de motoristas en formación, todos llevan cazadoras color naranja con sus
nombres y cargos bordados: jefe, vocal, tesorero (¿se los habrán bordado sus
abuelitas?). Hago un vano intento de explicar a la pareja cómo llegar a la Caja
Rural, pero me cuesta concentrarme en medio de esos aullidos de neumático.
-Acompañadme, que voy en la
misma dirección.
Empujo la sillita de mi hijo
con decisión y me hago hueco entre la marabunta. ¿10.000, 20.000 motoristas? Mañana
es la carrera de motos (el Gran Premio de Velocidad Ciudad de La Bañeza,
hablando con propiedad) y el pueblo está desbordado. Hay Harley Davidson, hay
BMW, hay motos vintage, hay motos
galácticas. Ocupan las aceras, están frente a la iglesia, a la puerta de la
biblioteca. Si pusieran una bomba, el noroeste de la península se quedaría sin
motos. Porque son todos leoneses, gallegos, asturianos, zamoranos y hasta
portugueses. Eso sí, no veo ni un hipster ni creo que lo haya en cincuenta
kilómetros a la redonda.
-Venimos desde Galicia, de
Orense –cuenta el tipo.
-¿Y a qué os dedicáis?
-Yo tengo ganado, vacas, y
ella, frutales.
Ah, muy estilo Ángeles del
Infierno californianos, pienso.
-Aquí estamos todos los
años, ya sabes, es la única carrera que queda puntuable para el campeonato que
se hace en un circuito urbano. ¡Adrenalina a tope! Nos recarga las pilas para
toda la temporada.
Agito la cabeza, claro,
claro.
ANIMALADAS
-Cada animal es un mundo
–dice mi tía segunda al tiempo que me muestra su gallinero-. Las gallinas, por
ejemplo, parecen tan pacíficas, eh, pues las pollinas nuevas tuvimos que
separarlas de las viejas.
Observo el corralito de las
pollitas y el de las gallinas. Las paredes son de tapial, el suelo de tierra
apisonada. Las pollitas beben y comen de cacharros de barro. Las gallinas ponen
huevos en una caja llena de paja.
-¿Por qué?
-Fíjate, las jóvenes ponen
un huevo al día, las viejas cada dos días. Las jóvenes tienen el plumaje más
oscuro, canela, y los huevos de ese color. Las viejas más blanco-. Mi tía
segunda suelta una risita- Como las personas.
-Pero, ¿por que están
separadas?
ENCUENTROS GÓTICOS
Me los cruzo a todos. Al
informático, a los dos ingenieros, a la madre, a los niños pequeños. Solo falta
mi amiga, la arquitecta, que emigró al sur y a quien no veo desde hace más de
una década. Compañeros de la infancia. Su abuelo, el mejor amigo y el mejor socio
de mi abuelo. Negocios y amistad. Dos tipos que se hicieron ricos en los años
50. Uno más elegante, más sibilino; otro, más bruto, más obcecado. El primero
murió mucho antes que el segundo. Pero quedó su casa: una increíble mansión con
torretas góticas, escalinata de mármol, mirador, patio y una hiedra frondosa
cubriendo los muros de piedra.
Y poco más quedó.
La casa fue desmoronándose
mientras la familia se dispersaba.
Y de pronto, en las fiestas
de la patrona, me los encuentro en la plaza mayor.
-Así que estáis restaurando
la vieja casa –digo y siento una palpitación. Allí corrí, jugué, monté en
bicicleta. En su patio, en sus corredores. Recuerdo el crujido de los suelos de
tarima. El olor polvoriento. Los hermosos aparadores. El eco en el hueco de la
inmensa escalera. Los cachivaches de unos primos artistas que se amontonaban en
la cochera.
La madre pestañea, lleva un
vestido de lino, perlas al cuello y la rebeca de punto echada con elegancia sobre
los hombros, como siempre, como la recuerdo de la niñez.
-Tenemos que cambiar las
cañerías, el tejado, la instalación eléctrica... todo. Además, como es un
edificio protegido, no podemos tocar la estructura interior.
Hay algo que debo preguntar,
el recuerdo más persistente de esa mansión. Un sonido, do re mi fa sol la si
do, que me persigue. Un sonido extraño y a la vez conocido. No sé por qué
siempre pensé que en el fondo del viejo piano se guardaban las monedas de oro
que salvarían la mansión de la ruina.
-¿Y el piano?
La madre se coloca la
chaqueta que se le escurre de los hombros y baja la voz:
-Es casi el único mueble que
ha sobrevivido. Intacto, increíblemente intacto.
Le sonrío con alivio y ella
me devuelve la sonrisa.
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