Sales del metro y te encuentras en otro planeta, y eso que es un barrio relativamente céntrico. Bloques y bloques
de pisos de cuatro alturas, todos idénticos, pintados de color sucio, calles
estrechas atestadas de coches, de vez en cuando alguna acacia mustia rodeada de
basura, apenas hay tiendas y las que hay tienen las lunas sucias. Una
peluquería, una tapicería, un taller. Las aceras están desiertas, pero la ropa tendida
flota al viento delante de todas las ventanas. Preguntamos en un bar por una
calle con nombre de virgen. El tipo que nos contesta está medio desdentado,
tiene las uñas rotas. Detrás del Lidl, dice. Subimos por un callejón maloliente
con las baldosas rotas. Aquí arriba continúa el mismo patrón constructivo, pero
las viviendas se levantan entre parterres resecos según un plano que parece absolutamente
caprichoso. En perpendicular, en horizontal, orientadas al norte y al sur, al
este y al oeste. Los números tampoco siguen ningún orden lógico. Parece
imposible encontrar el portal. Además, sobre los hierbajos se amontonan los
coches obstruyendo el paso.
Paramos a una anciana con un carrito.
“Cuando llegué del pueblo en los años 60, las casas no tenían ni
números. Una prima mía vivía dos calles más allá y siempre me perdía cuando iba
a verla”.
¿Es un barrio tranquilo?, inquiere mi amiga, que está buscando un
piso económico.
“A ver, yo crié aquí a mis cuatro hijos sin problema. Aunque ahora
hay muchos extranjeros. Pero si pagan la renta y no molestan...”.
El apartamento que visitamos tiene techos bajos, un patio oscuro y
tres dormitorios en 50 metros. Los tabiques parecen de pladur. Salimos de allí
enseguida con sensación de claustrofobia.
La siguiente parada es en otro distrito. El barrio es más céntrico y las casas más variadas. Pero también de pésima calidad. Esta vez el piso es de
45 metros cuadrados, con salón, cocina, dos dormitorios, baño y balcón. Está
atestado de objetos y de personas. Tres ancianos y un joven. Hay fotos de
bodas, bautizos y comuniones por todas partes. Como altarcillos. Los muebles se
amontonan unos junto a otros, las personas también. Una vieja en una butaca
junto a una camilla junto a un viejo junto a la tele. Y cuando digo junto,
quiero decir junto. El chico nos dice que el piso tiene muchas posibilidades.
“Yo hacía los deberes en el balcón. Este es un barrio obrero. De
los años 60. Tranquilo”.
Pienso cómo debió de ser esa emigración brutal de los 60, cuando
el campo se despobló y sus gentes se fueron a Madrid a vivir en cuchitriles.
Pienso qué arquitectos diseñaron esos bloques infames. Esas calles
retorcidas. Esos pisos en los que sabían que alojarían a familias numerosas en
menos de cincuenta metros. Madrid está construida sobre el sudor de muchos
labradores. Se lo digo a mi amiga y me contesta que va a buscar un piso moderno
en las afueras. Construido sobre el sudor de alguna hipoteca.