-¡Llévate ese brazo!
La joven doctora coge la bandeja con el brazo que acaban de amputar.
-¿Y qué hago con él?
-Déjalo por ahí, en anatomía patológica.
La joven doctora desciende a los sótanos del hospital. Catacumbas,
piensa. El brazo está rígido, la mano como una garra. Atraviesa pasillos. No
hay ventanas, solo la luz cruda, de sala de despiece, del neón. El intenso
hedor a formol hace que le escuezan los ojos. Le entran unas ganas terribles de
frotárselos y los brazos y las manos. De frotárselos hasta que se le levante la
piel. Avanza y cavila, ¿qué hace, deja el
brazo en la morgue? No está segura porque no hace tanto que llegó a este
hospital provincial desde otro hospital provincial.
Desde que había terminado la carrera se había dedicado a hacer guardias.
Tantas, que se le había cambiado el horario del sueño. Treinta y dos horas seguidas
sin dormir, cuatro o cinco veces al mes. Después de más de diez años con ese
ritmo, acabó desquiciada: le dieron tres meses de baja por depresión.
La joven doctora en realidad no es tan joven. Tiene cuarenta años
y se ha presentado tres veces al MIR. Toda la vida estudiando y cobraba 1.200
euros. Por eso se apuntaba a todas las guardias. Para redondear el sueldo. Urgencias:
ataques al corazón, accidentes de tráfico en las enrevesadas carreteras
comarcales, intentos de suicidio, incluso cornadas en alguna de las ganaderías
de la zona. De los muertos había perdido la cuenta; de las autopsias, también.
Hasta que su cabeza dijo basta. O su cuerpo. No era capaz de distinguir quién
había explotado primero. Por eso había decidido regresar a su tierra. Más al
norte, menos áspera, pensó, menos poblada, más tranquila.
Pero no. En el nuevo hospital la doctora no era ni siquiera joven
sino algo peor: novata.
Como novata, te vamos a hacer perrerías. Perrerías de médicos.
Llévate ese brazo, lava ese colon. El colon, le entraron unas arcadas tremendas
porque estaba lleno de restos, pero se contuvo.
Que ya no era una joven doctora.
Piensa en eso cuando entra en la morgue. Entra envalentonada pero con
lo que ve y escucha, decide que tiene suficiente. Suficiente de hospitales. De
médicos. Se va, renuncia, quiere, no sabe, hacerse homeópata, ludópata,
cualquier cosa excepto médico; médico, con esa inhumanidad de los médicos, no.
-Pero ¿qué pasó? –le pregunto.
Coge aire, grita. Ahora siempre grita cuando habla.
-Primero, ¿por qué le hacen autopsia a un pobre viejo que tenía
metástasis por todas partes? Ya se sabía de qué había muerto. Y luego los tiran
de cualquier manera, a los muertos. Como... como si fueran sacos de estiércol.
Por Dios. Son seres humanos. En el otro hospital la forense hacía la autopsia,
sacaba los órganos, analizaba todo, y luego los volvía a meter y cosía el
cuerpo. Solo le faltaba darles un beso a los cadáveres. Eso es una buena
forense. Y aquí, les sacan todo y los dejan tirados, abiertos. Los cuerpos,
aunque estén muertos, merecen un respeto, joder.
Miro a esa joven doctora que ya no es tan joven, cuando la conocí
en la universidad era una belleza de piel blanca, cabello negrísimo y ojos
verdes, inconsciente y feliz. Le gustaban las hombres y las amigas fieles. Siempre
pensé que no era escrupulosa. Esa cosa que nos decían de niños cuando no
queríamos beber por el vaso de un compañero: ¡qué escrupulosa! Pues bien, ella
no tenía ese tipo de escrúpulos.
Pero sí otro tipo, del tipo moral, del tipo que importa.
Ahora es una doctora no tan joven, que siempre grita cuando habla,
y quiere dejar de ser doctora (no de ser joven).
No hay comentarios:
Publicar un comentario