A veces entiendo a los madrileños. Esa vida atropellada y
optimista, el no-misterio. Viviendas pequeñas y modernas, sin bodegas ni buhardillas.
Cocheras compartidas con plazas de dos por cuatro metros cuadrados. Balcones
con macetas y bicicletas.
A veces los entiendo y los envidio.
Claro que no tienen el arcón con los manteos de la tatarabuela. Ni
la mesa tallada de nogal. Ni el armario que guarda los trajes de carnaval de
los últimos cuarenta años. Ni en la cochera el viejo lagar, la prensa, y unas
cubas que apestan a vinagre. Bicicletas de la posguerra. Sillas de despacho de
los cincuenta. Parvas de carbón de los sesenta. Y un tufillo a manzanas pudriéndose
durante las últimas tres décadas.
A veces los envidio. Y pienso: me gustaría llegar a casa y que
estuviera todo limpio y reluciente y a mano y bajo control. O al menos, bajo
control. Que más o menos sepas lo que te vas a encontrar si abres un armario. Y
no...
...que abras un armario y salgan volando las polillas, mátala,
mátala, y junto a la capota de la primera comunión de tu madre haya un abrigo
loden de tu abuelo y luego cuando buscas una falda para disfrazarte de carnaval
se te caiga encima un bolsa pegajosa llena de pelucas y para colmo piensas, yo
estuve en esta habitación de las dos caminas hace veinte, veinticinco años,
buscando las mismas cosas, y mi madre estuvo aquí hace cincuenta años buscando
las mismas cosas, y de pronto del techo empieza a deslizarse un chorro de agua
y ¡mierda!, se ha roto alguna cañería y vas a por una fregona y te ves recogiendo
agua con la peluca, el refajo y la falda puestos y, cada vez que exprimes la
fregona, sobre el sifonier, contemplas un retrato de toda la familia del día de
tu boda, y todos parecéis poco alegres, pero muy elegantes y se te nota en la
cara que eso no va a durar (y no duró) y retuerces la fregona con saña.
Y entonces, cuando has puesto tres calderos, avisado a un
fontanero que no puede intervenir porque vaya, es lunes de Carnaval y mañana
martes (de Carnaval) y aquí en La Bañeza todo se paraliza (no como en Madrid) y corta el
agua y a saber de dónde vendrá la avería porque estas casas viejas tienen
tuberías por arriba y por abajo, abres una puerta que no recuerdas ni adónde
conduce y dejas que el agua corra escaleras (de caracol) abajo y deseas con
fuerza estar montada en tu utilitario camino de Madrid, camino de un lugar
pequeño manejable y desmemoriado. Sobre todo eso: sentir que aquí no ha vivido
nadie antes que yo, ni ha dejado sus
huellas ni las tuberías están herrumbrosas ni hay telas de araña en las
esquinas.
¡Qué libertad!
Y sin embargo...