jueves, 24 de agosto de 2017

IRSE DE BARES


(foto cortesía de El Adelanto Bañezano: partida de cartas en el café Pasaje, La Bañeza, León, años 60)

Frente a mi casa en La Bañeza había: a) una construcción baja de tapial con un patio con gallinas y una letrina que veía desde mi habitación; 
b) un descampado donde pastaban mulas y caballos escangallados y los hombres orinaban contra una tapia los días de mercado; 
c) una fábrica de mosaico -ahora, llamado baldosas hidráulicas- ; 
d) un bar.

¿Me interesaba lo que divisaba desde mi ventana? Los niños de la casa de enfrente eran ariscos y su madre vestía con pañuelo negro y nos regañaba por jugar al brilé. La pradera estaba llena de escombros y cagajones de mula. La fábrica de mosaicos tenía una entrada gris y polvorienta. Pero el bar, ah, ¡el bar!

La fascinación de un bar. Con su futbolín y su juego de la rana. Estaba siempre repleto de hombres, y de humo de puros y cigarrillos sin filtro. En todas las mesas se jugaba la partida. El tute, la brisca y el dominó. El cling clang de las fichas, las voces quedas, mientras el dueño del bar le daba patadas a su mujer por detrás de la barra. En verano sacaban las mesas a la mitad de la calle (no recuerdo que hubiera aceras). Ahí jugaban mi padre y mi tío la partida todos los días después de comer. Las noches de verano había tertulias hasta las tantas de la mañana y los niños jugábamos al escondite en la Currupia.

Ir de bares. Ir de bares no es nada nuevo, lo hemos heredado de nuestros padres. De nuestros abuelos.
Debajo de casa de mis abuelos había otro bar. Se llamaba el Bar Volante y tenía, claro, un volante en la puerta –esos nombres literales de antaño-. Era el bar de la parada de taxis. Por allí solía pasar mi otro tío, siempre jovial, con algún chiste a mano. Alguna vez se cruzaba con mi abuelo. Aunque pocas, porque mi abuelo seguía su propia ruta de bares. Tenía sus bares apartados (nunca supe cuáles), donde se encontraba con su panda de amigos. Y tenía sus bares finos (el Pasaje, el Isla), donde nos invitaba a los nietos a tomar calamares los domingos después de misa. Y sus mesones de carreteras secundarias en pueblos remotos donde lo conocían por haber levantado alguna casa y lo agasajaban con matanzas y orujos caseros.

Porque a mi abuelo le gustaba comer y beber.

Tenía un perímetro de cintura descomunal, unas manos descomunales y unos ojos saltones descomunales, y no digamos las orejas, descomunales y puntiagudas. A mi abuelo, cuando el médico le prohibió el vino y el embutido no le sentó nada bien. Mi abuelo salía de la fábrica de trabajar –no como obrero, no, era el dueño- y paraba en alguno de esos bares secretos y llegaba a casa con sonrisa de cocodrilo como si no se hubiera trincado media botella de vino y un plato de chorizo. Mi abuela se maravillaba de que, con lo poco que comía, no adelgazara. Hasta que un día lo pilló con las manos en la masa.

Ese día yo acompañaba a mi abuela, veníamos de una finca de frutales que tenía cerca del río. Caía la noche y no era habitual que mi abuela volviera tan tarde a casa. De pronto, frente a una taberna vieja y mugrienta, vimos el Mercedes azul celeste de mi abuelo. El pecho de mi abuela empezó a subir y bajar como una locomotora. Se tocó el pelo inmaculado, levantó la barbilla, exclamó “¡Qué caray!”, y entró en la oscuridad del bar.

Mi abuelo jugaba a las cartas con su copita de cognac y su puro en una mesa repleta de tipos duros -albañiles, obreros, labradores-, todos fumando y soltando juramentos (mi abuelo estaba en la gloria, supongo). Cuando apareció su mujer, se hizo un silencio sepulcral.
-¡Imbécil!- le espetó mi abuela.
Luego se dio la vuelta y salió por donde había venido.
Me hizo caminar a su lado a toda máquina de vuelta a casa. Estaba tan indignada que era incapaz de hablar. Para ella, imbécil era el peor insulto imaginable porque jamás decía tacos. “¡Habrase visto, habrase visto!”, repetía con el aliento entrecortado. Entonces escuchamos un claxon, el Mercedes de mi abuelo se detuvo a nuestra altura.
-¡Sube!
-¡Ni hablar! –dijo mi abuela y siguió adelante si volver la cabeza.
Ah, esos bares, donde la vida pasa.

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