(foto cortesía de El Adelanto Bañezano: partida de cartas en el café Pasaje, La Bañeza, León, años 60)
Frente a mi casa en La Bañeza había: a) una construcción
baja de tapial con un patio con gallinas y una letrina que veía desde mi
habitación;
b) un descampado donde pastaban mulas y caballos escangallados y los hombres orinaban
contra una tapia los días de mercado;
c) una fábrica de mosaico -ahora, llamado
baldosas hidráulicas- ;
d) un bar.
¿Me interesaba lo que divisaba desde mi ventana? Los niños
de la casa de enfrente eran ariscos y su madre vestía con pañuelo negro y nos
regañaba por jugar al brilé. La pradera estaba llena de escombros y cagajones de
mula. La fábrica de mosaicos tenía una entrada gris y polvorienta. Pero el bar,
ah, ¡el bar!
La fascinación de un bar. Con su futbolín y su juego de la
rana. Estaba siempre repleto de hombres, y de humo de puros y cigarrillos sin
filtro. En todas las mesas se jugaba la partida. El tute, la brisca y el
dominó. El cling clang de las fichas, las voces quedas, mientras el dueño del
bar le daba patadas a su mujer por detrás de la barra. En verano sacaban las
mesas a la mitad de la calle (no recuerdo que hubiera aceras). Ahí jugaban mi
padre y mi tío la partida todos los días después de comer. Las noches de verano
había tertulias hasta las tantas de la mañana y los niños jugábamos al
escondite en la Currupia.
Ir de bares. Ir de bares no es nada nuevo, lo hemos heredado
de nuestros padres. De nuestros abuelos.
Debajo de casa de mis abuelos había otro bar. Se llamaba el
Bar Volante y tenía, claro, un volante en la puerta –esos nombres literales de
antaño-. Era el bar de la parada de taxis. Por allí solía pasar mi otro tío,
siempre jovial, con algún chiste a mano. Alguna vez se cruzaba con mi abuelo. Aunque
pocas, porque mi abuelo seguía su propia ruta de bares. Tenía sus bares
apartados (nunca supe cuáles), donde se encontraba con su panda de amigos. Y tenía
sus bares finos (el Pasaje, el Isla), donde nos invitaba a los nietos a tomar
calamares los domingos después de misa. Y sus mesones de carreteras secundarias
en pueblos remotos donde lo conocían por haber levantado alguna casa y lo agasajaban
con matanzas y orujos caseros.
Porque a mi abuelo le gustaba comer y beber.
Tenía un perímetro de cintura descomunal, unas manos
descomunales y unos ojos saltones descomunales, y no digamos las orejas,
descomunales y puntiagudas. A mi abuelo, cuando el médico le prohibió el vino y
el embutido no le sentó nada bien. Mi abuelo salía de la fábrica de trabajar
–no como obrero, no, era el dueño- y paraba en alguno de esos bares secretos y
llegaba a casa con sonrisa de cocodrilo como si no se hubiera trincado media
botella de vino y un plato de chorizo. Mi abuela se maravillaba de que, con lo
poco que comía, no adelgazara. Hasta que un día lo pilló con las manos en la
masa.
Ese día yo acompañaba a mi abuela, veníamos de una finca de
frutales que tenía cerca del río. Caía la noche y no era habitual que mi abuela
volviera tan tarde a casa. De pronto, frente a una taberna vieja y mugrienta,
vimos el Mercedes azul celeste de mi abuelo. El pecho de mi abuela empezó a subir
y bajar como una locomotora. Se tocó el pelo inmaculado, levantó la barbilla,
exclamó “¡Qué caray!”, y entró en la oscuridad del bar.
Mi abuelo jugaba a las cartas con su copita de cognac y su
puro en una mesa repleta de tipos duros -albañiles, obreros, labradores-, todos
fumando y soltando juramentos (mi abuelo estaba en la gloria, supongo). Cuando apareció
su mujer, se hizo un silencio sepulcral.
-¡Imbécil!- le espetó
mi abuela.
Luego se dio la vuelta y salió por donde había venido.
Me hizo caminar a su lado a toda máquina de vuelta a casa. Estaba
tan indignada que era incapaz de hablar. Para ella, imbécil era el peor insulto
imaginable porque jamás decía tacos. “¡Habrase visto, habrase visto!”, repetía
con el aliento entrecortado. Entonces escuchamos un claxon, el Mercedes de mi
abuelo se detuvo a nuestra altura.
-¡Sube!
-¡Ni hablar! –dijo mi abuela y siguió adelante si volver la
cabeza.
Ah, esos bares, donde la vida pasa.
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