domingo, 28 de julio de 2013

DOS TRENES Y UNA LECCIÓN DE NO-PERIODISMO


El jueves 24 de julio a las 22.00 recibí una llamada de mi hermano:
-No te imaginas lo que ha pasado- me dijo con voz angustiada.
Me contó que un amigo iba en el tren a Santiago. Que no sobrevivió. Me contó que otro amigo lo esperaba allí, en el andén. Que el amigo del andén removió cielo y tierra para conseguir sus restos. Es lo mínimo y lo máximo que podía hacer.
Era un amigo que había hecho a través de Twitter. Habían empezado con una frase de 140 caracteres y habían acabado con conversaciones cara a cara de 140 minutos. Mi hermano hablaba muy rápido y con la voz tomada. Repasamos nuestros muertos. Los de ambos, madre, abuelos, tíos. Los suyos, amigo adolescente que se cuelga de una viga (en León siempre se cuelgan de una viga, ya de morir, que sea lo más cruento posible). Los míos, mi primer novio, el chico más varonil, el más seductor, muerto de ictus antes de cumplir cuarenta. No son muchos, pensé. Y algunos tenían sentido: vejez, enfermedad, depresión.
-Este, el del tren, no tiene ningún sentido- dijo él.

Colgó el teléfono y fui incapaz de pegar ojo esa noche. Me acordé de otra llamada, de otro tren. De un 11 de marzo de 2004 cuando a las 7.50 de la mañana sonó el teléfono en mi casa. Me sobresalté al escuchar la voz de mi padre:
-¡Ha habido una bomba en Atocha! Pon las noticias.
Me sentí avergonzada, soy periodista y no tenía puesta la radio. Reconozco que estaba escuchando música mientras me duchaba. Me vestí a toda prisa y salí a la calle. Recuerdo que tenía el pelo mojado. Recuerdo que enseguida empecé a escuchar las ambulancias, los helicópteros y una especie de fragor, de runrún terrorífico. Recuerdo que eché a correr hacia Atocha. Y recuerdo la gente que subía de Atocha, sus caras como de estar en otro sitio, apresurados, llenos de polvo, con una idea fija: huir del horror. La plaza era un caos, la policía daba órdenes, las ambulancias se arremolinaban, el humo, el olor. Intenté atravesarla por alguna razón inconcreta. ¿Pensaba ayudar, echar una mano? ¿pensaba escribir una crónica? Fue imposible. Me quedé dando vueltas, como otras cientos de personas, sin saber qué hacer. Sin saber qué había sucedido. Finalmente decidí ir andando a mi redacción, en Colón. Por el camino me crucé con Joaquín Estefanía que iba corriendo y encendido hacia la SER en Gran Vía. Nos saludamos con cara de susto.

Acabé haciendo un reportaje sobre el 11M. Acabé yendo a la morgue gigantesca en que se había convertido Ifema. Mi fotógrafo y yo, los dos sobrecogidos. Él no se atrevía a disparar, yo no me atrevía a preguntar. Qué iba a preguntar, oiga, esta usted aquí porque se le ha muerto alguien, ¿no? ¿Ya lo ha identificado? ¿Qué quedaba de él, una pierna, un brazo, una cartera?
Recuerdo que en ese momento el periodismo perdió todo significado para mí.
Aún así, era mi trabajo, tuve que buscar testimonios durante días, llamar a casas de familias destrozadas, hablar con hijos, madres, novios. Y todo el tiempo pensaba: ¿de verdad esto sirve para algo?
De todo eso me ha quedado un pavor hacia el ruido de los helicópteros y de las sirenas. 
De todo eso me ha quedado un pavor hacia las llamadas a horas intempestivas.
Hacia cierto tipo de periodismo.
De todo eso me quedan nombres sueltos, sensaciones oscuras.
De todo eso solo queda una cosa clara: el amigo de mi hermano se llamaba Van Palomaain. Y su muerte no tiene sentido. 

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