(Homenaje a las 12.000 Ha. de pinares se quemaron en el incendio de Castrocontrigo, León, de 2012)
Tomamos el camino rojo.
Tomamos el camino rojo.
-La opción de los valientes- dice mi hermano,
y yo contemplo la negrura de pinos, su espesura, su silencio.
-Si nos desviamos- susurro- la resina se nos pegará a la suela de los zapatos
y nos impedirá avanzar y nos quedaremos atrapados en el pinar.
Se encoge de hombros, y el sol sobre su espalda, desciende muy muy lentamente.
El aire de otoño, puedo tocarlo, tiene forma de tomillo.
Un mirlo canta en la arboleda.
Nuestros pasos hacen crujir la tierra.
Ascendemos, la senda se empina.
-¿Qué es eso?- pregunto.
Cien cajas verdes, azules y rosas.
Cien cajas olvidadas en un claro.
La luz levanta un polvillo fino, se escucha un temblor.
Un colmenar.
Las veo entrar y salir, atareadas, organizadas.
Treinta escapadas diarias, infinitas flores polinizadas
El zumbido de una fábrica, las obreras y la reina.
Bestias con conciencia de clase: las abejas.
Nos acercamos con respeto. Nos asomamos.
Una abeja gira furiosa (o eso creo) alrededor de mi cabeza.
Me grita algo que no entiendo.
Me asusto, retrocedo. Regreso corriendo a la senda.
-Mira, mira, la montaña.
Entre la mancha de pinos, crece la roca,
todo es alto y emboscado, salvo la roca,
troncos rectos y aislados, salvo la roca.
Blanca se eleva sobre nosotros, la roca,
y el sol se agarra a sus estrías. La aprieta.
-¡Adelante!- exclama mi hermano.
Abandona el sendero.
-Espera- suplico- que yo soy más lenta.
Cruzo al trote un vallecito mullido, aquí la brisa es profunda y húmeda.
De pronto, ¡algo me agarra el tobillo!, siento su abrazo duro, su piel rasposa,
-¡Hermano, hermano!- grito aterrada.
Intento huir, me retuerzo, pero solo el mirlo responde a mi llamada.
No podré escapar, lo sé, la oscuridad se acerca.
Hago un último esfuerzo y por fin se suelta: es una rama negra y quemada
de algún incendio pasado.
-Oh, qué tonta- pienso- cómo he perdido el tiempo.
Corro detrás de mi hermano, silueta desdibujada ya en lo alto de la ladera.
Subo y corro y
y corro y subo
y de pronto se acaban los pinos. ¡Fuera sombras!
Sí, es cierto, aún se extiende por la quebrada el día dorado.
Hundo los pies en la maleza, ya no hay árboles.
El brezo me golpea las rodillas, me araña,
no le gusta que interrumpa
su silencio de siglos.
-¡Sigue el curso del regato!- ordena mi hermano.
Arriba, siempre arriba.
-Eo, eo- gritan desde lo alto.
Tropiezo, cuanto más empinado, más profundo se hace el regato.
-Eo, eo.
-Voy, voy.
Poco a poco llego arriba.
Un pie en el saliente, el otro en el agujero.
Una mano en el repecho, con la otra tanteo.
Ya llego, ya llego.
Sin aliento, por fin, alcanzo la cima.
-Date la vuelta y contémplalo- dice mi hermano.
Me giro y allí está:
el valle con la marea de pinos y esas lomas encendidas a la izquierda.
No se ve a nadie. Ruedan las piedras.
Allí está: el mundo vacío. He llegado hasta aquí solo para eso.
Solo para eso.