Hace unas semanas le dieron a mi amiga Leila Guerriero el premio de periodismo González
Ruano. Leyó un discurso en el salón de actos de la Real Academia de Bellas Artes
de San Fernando. Su discurso fue hermoso y lo leyó con brío, desde un ceñido
vestido negro, mirando sin temor al auditorio de señoras recién salidas de la
peluquería y de caballeros con trajes hechos a medida.
Mi
amiga Leila es la mejor cronista que existe ahora mismo en español.
Además, trabaja en La Nación, edita El Gatopardo para el Cono Sur, publica en el Malpensante, en El País, en Vanity Fair, en revistas y periódicos de toda Latinoamérica.
Mi
amiga Leila es flaca, tiene una increíble mata de pelo rizado siempre en
expansión, y la mirada rápida y el verbo dulce. Dulce y duro a la vez. Como una
fruta exótica que se deshace al ser mordida y encierra dentro una semilla
amarga.
Mi
amiga Leila es de Junín, Argentina.
Mi
amiga Leila es hija única y, desde niña, allá en la provincia, supo que quería
dedicarse a eso: a escribir. Lo que no sabía era el cómo.
Pero
sigamos con el discurso de mi amiga Leila. Alguien, una actriz, creo, leyó el
reportaje por el que la habían premiado, y luego ella leyó su discurso. Y lo
que pasó es que ambos, el reportaje y el discurso, venían a decir lo mismo:
¿por qué escribo?
O
quizá mejor: ¿por qué escribo crónica periodística?
Mi
amiga Leila tenía a su vez una amiga durante la infancia a quien seguía a todas
partes. Leila no entendía la razón de su obsesión por esa chica varios años mayor
que ella. No venían de entornos parecidos, ni tenían los mismos gustos ni las
mismas ambiciones. Su amiga lo único que quería era tener una familia. Lo que
quería Leila era agarrarse a un sueño oscuro: el sueño de escribir. Y ambas se
lanzaron a lo suyo con los ojos cerrados. Una acabó sus estudios, se casó
enseguida, tuvo varios hijos, renunció a su carrera y se fue a vivir a un
pueblo perdido en la Pampa o en las montañas. La otra estudió algo que no le
gustaba, deambuló por Buenos Aires y por sus noches, salió, tropezó, se
desesperó, hasta que finalmente encontró trabajo en un periódico. Ahora sigue
deambulando y su vida consiste –dice ella- en hacer preguntas a un desconocido
en un lugar desconocido con resultado desconocido.
Mi
amiga Leila acabó su discurso, se bajó de la tribuna, saludó a los invitados
con una graciosa reverencia, y pensó: mañana estaré en un avión, trece horas a
Buenos Aires, y en dos días me voy a Chile y luego tengo ese curso en Colombia,
y el reportaje que tenía pendiente en Uruguay.
Ah,
el virus del periodismo.
Y si
no fue eso exactamente lo que pensó, fue algo muy similar. Y sonrió y sintió
lástima por su amiga de Junín, que había cumplido todos sus sueños antes de
tiempo y, como no le quedaban más, una noche de tormenta se tomó un sobre de
arsénico en la trastienda de la farmacia de su esposo.
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