miércoles, 15 de julio de 2015

¡ABRACADABRA!


Ayer sucedieron dos cosas sin relación aparente: mi hijo dijo “sí” por primera vez y visité el taller de cocina de Paco Roncero -bajo su restaurante de dos estrellas Michelin en la Terraza del Casino de Madrid.

Martín llevaba tres semanas repitiendo no no no. Deleitándose en el no. No sé si eso significaba que estaba atravesando una fase de negación o simplemente que le gustaba emplear esa palabra recién estrenada. La progresión de su léxico dice mucho de él, de sus intereses y, por qué no, de la cultura española. La primera palabra que aprendió fue “hola”, dicho en tono cantarín y entre exclamaciones. Luego vino “papá”; y con esfuerzo y a base de enseñanzas, “mamá”. Quiere eso decir: 1, que somos un pueblo tan sociable, que la palabra más empleada es “hola”; 2, ¿que aquí los padres son más importantes que las madres?

Pero sigamos con la progresión: luego vino “pis” y “caca”, porque está en esa fase sucia y llena de sobresaltos malolientes de quitar el pañal. Luego llegó el no; y luego, cuando empezó la ola de calor, “agua”, y acto seguido, como para compensar, “pan”.

Su edad se niega a decirla correctamente, cuando se la preguntan hace una mezcla entre “dos” y “tres”. ¿Podría detectarse ahí una ansiedad por crecer y cumplir años? Y luego está su nombre: no consigue pronunciarlo ni de lejos. Igual, pienso, es que no le gusta. Igual me confundí al elegirlo, quizá tenía que haberse llamado Aquilino, como mi abuelo; o algún nombre de la alta burguesía como Oriol, Adrián; o alguno que reivindicara nuestras raíces leonesas como Ordoño
Pero no, le tuve que poner algo simple y que sonara un poco como mi propio nombre. Ay, por eso ahora me está castigando.



Me venían en ráfagas esos pensamientos mientras observaba a Paco Roncero con sus tejemanejes gastronómicos. Una especie de profesor chiflado, con esa cresta de canas que le nace sobre la frente, maniobrando casi oscuras en un espacio inmaculado semejante a un laboratorio. 
Nitrógeno líquido”, pedía a sus ayudantes, “lima, un bol, pisco”, casi como si estuviera en la mesa de operaciones. Luego el nitrógeno humeaba y crepitaba y extendía su humo blanco entre nosotros.
¡Abracadabra! y de ahí salía un pisco sour solidificado.
¡Abracadabra! y teníamos polvo de aceite de oliva.
“Metedlo ahora en la boca y masticadlo muy rápido, porque si no, os podéis quemar la lengua”, ordenaba con ese estilo suyo expeditivo y franco. Y yo, llena de pavor obedecía a ciegas. Como una niña. Y pensaba en Martín, en sus síes sonoros y sus noes nasales. En cómo paladea las palabras, en cómo te mira a los labios cuando hablas para poder aprender a pronunciar. Las palabras son un plato exótico en su boca. Quiere disfrutarlo, pero debe aprender a hacerlo, debe concentrase al cien por cien. Poner ahí todos sus sentidos. Como sucede con los platos de Paco Roncero.

Qué ingeniosa comparación, ¿eh?

Ahora ve, y explícaselo a Martín, me digo.

lunes, 6 de julio de 2015

CONFESIONES DE UNA MADRE REGULAR



Soy una madre regular. Entre perfecta y pésima, apruebo raspando.
¿Por qué?
Porque soy realista en eso del amor maternal. Que no es ni ciego ni irracional. Y porque he sacado algunas (superficiales) conclusiones.

Cuando un niño llega a tu vida, todo se rompe en pedazos (literalmente).
Las conversaciones con adultos se fragmentan –adónde vas, ven, quieres agua, quieres hacer pis, siéntate aquí- y se hacen abstractas, como un cuadro cubista. Si te sientas a escribir o a leer, has de tener el oído alerta por si escuchas un estruendo de cosas rotas. Si quieres ir al gimnasio, hay que buscar un rato a salto de mata aprovechando la pausa para comer –o sea, no comes- o, con suerte, los veinte minutos antes de que tu cuidadora se largue. El cine, olvídalo. Entre lo que tardas en llegar, ver la peli y volver, la baby sitter ya se ha hecho millonaria. A las cenas fuera, siempre les faltará el postre porque, ay, se me va la canguro. Y si quieres irte de rebajas, por favor, deja al niño en casa, si no, comprarás aquel vestido con frunces que te sienta fatal, aunque siempre los has sabido, y unos botines que te aprietan en el dedo gordo.

Cuando un niño llega a tu vida, todo se descoloca.
No es solo que pises a Epi al cruzar la cocina con la legaña puesta o que tropieces con patitos de plástico en la ducha. Es que no encuentras tu ropa, ni la suya; no encuentras tus calcetines, ni los suyos; se come los plátanos y los yogures que te gustan, y si dejas el bolso a su alcance, olvídate de las gafas de sol, de las llaves, hasta de la cartera.

Cuando un niño llega a tu vida, te das cuenta de que lo asocial que eres realmente.
Vas al parque con tu hijo en sandalias y vaqueros y te rodea esa fauna de padres desbocados: cuidado con mi niño, eh, cariño, no le muerdas, que no te ha hecho nada, oiga, mi hijo va primero para subirse al tobogán, que lleva un rato esperando, etc etc. Y todas esas niñas con lazos en la cabeza y zapatos de charol; y niños con petos y leotardos. Sientes un extraño alivio por dejarlos atrás, como si te hubieras librado de algo pegajoso y extraño. Pero también te sientes culpable, ¿por qué yo no encajo aquí? ¿entonces, mi currín tampoco encajará aquí? ¿Será un asocial todo la vida, como yo?

Cuando un niño llega a tu vida, los hombres desaparecen.
Claro, invitas a alguien a casa y hay juguetes por todo el salón, y en una esquina la bacinilla, porque está aprendiendo, ya sabes, a hacer pis y caca, y tu cama está siempre deshecha, le encanta saltar por encima, dices, y bueno, no te preocupes, ahora lo ordeno todo, y de pronto se escucha un balido lastimero –como un cordero, eso es- ay, perdona, voy a ver qué le pasa, vuelvo enseguida.

Por eso y más soy una madre regular.
A veces desearía tener la casa perfectamente ordenada, conversaciones profundas, amoríos locos y un look de mujer fatal.

Pero para eso no podría existir mi currín, y como soy regular hasta en eso, me conformo con esconder los juguetes detrás del sofá, estirar la colcha sobre la cama y pintarme los labios un poco a la remanguillé. Y así tengo al currín como madre regular, y me comporto como mujer regular que soy. Y tan feliz.