Soy una madre regular. Entre perfecta y pésima, apruebo raspando.
¿Por qué?
Porque soy realista en eso del amor maternal. Que no es ni ciego
ni irracional. Y porque he sacado algunas (superficiales) conclusiones.
Cuando un niño llega a tu vida, todo se rompe en pedazos
(literalmente).
Las conversaciones con adultos se fragmentan –adónde vas, ven,
quieres agua, quieres hacer pis, siéntate aquí- y se hacen abstractas, como un
cuadro cubista. Si te sientas a escribir o a leer, has de tener el oído alerta
por si escuchas un estruendo de cosas rotas. Si quieres ir al gimnasio, hay que
buscar un rato a salto de mata aprovechando la pausa para comer –o sea, no
comes- o, con suerte, los veinte minutos antes de que tu cuidadora se largue.
El cine, olvídalo. Entre lo que tardas en llegar, ver la peli y volver, la baby
sitter ya se ha hecho millonaria. A las cenas fuera, siempre les faltará el
postre porque, ay, se me va la canguro. Y si quieres irte de rebajas, por
favor, deja al niño en casa, si no, comprarás aquel vestido con frunces que te
sienta fatal, aunque siempre los has sabido, y unos botines que te aprietan en
el dedo gordo.
Cuando un niño llega a tu vida, todo se descoloca.
No es solo que pises a Epi al cruzar la cocina con la legaña
puesta o que tropieces con patitos de plástico en la ducha. Es que no
encuentras tu ropa, ni la suya; no encuentras tus calcetines, ni los suyos; se
come los plátanos y los yogures que te gustan, y si dejas el bolso a su
alcance, olvídate de las gafas de sol, de las llaves, hasta de la cartera.
Cuando un niño llega a tu vida, te das cuenta de que lo asocial
que eres realmente.
Vas al parque con tu hijo en sandalias y vaqueros y te rodea esa
fauna de padres desbocados: cuidado con mi niño, eh, cariño, no le muerdas, que
no te ha hecho nada, oiga, mi hijo va primero para subirse al tobogán, que
lleva un rato esperando, etc etc. Y todas esas niñas con lazos en la cabeza y
zapatos de charol; y niños con petos y leotardos. Sientes un extraño alivio por
dejarlos atrás, como si te hubieras librado de algo pegajoso y extraño. Pero también
te sientes culpable, ¿por qué yo no encajo aquí? ¿entonces, mi currín tampoco
encajará aquí? ¿Será un asocial todo la vida, como yo?
Cuando un niño llega a tu vida, los hombres desaparecen.
Claro, invitas a alguien a casa y hay juguetes por todo el salón,
y en una esquina la bacinilla, porque está aprendiendo, ya sabes, a hacer pis y
caca, y tu cama está siempre deshecha, le encanta saltar por encima, dices, y
bueno, no te preocupes, ahora lo ordeno todo, y de pronto se escucha un balido
lastimero –como un cordero, eso es- ay, perdona, voy a ver qué le pasa, vuelvo
enseguida.
Por eso y más soy una madre regular.
A veces desearía tener la casa perfectamente ordenada,
conversaciones profundas, amoríos locos y un look de mujer fatal.
Pero para eso no podría existir mi currín, y como soy regular
hasta en eso, me conformo con esconder los juguetes detrás del sofá, estirar la
colcha sobre la cama y pintarme los labios un poco a la remanguillé. Y así
tengo al currín como madre regular, y me comporto como mujer regular que soy. Y
tan feliz.
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