Ayer sucedieron dos cosas sin relación aparente: mi hijo dijo “sí”
por primera vez y visité el taller de
cocina de Paco Roncero -bajo su restaurante de dos estrellas Michelin en la Terraza del Casino de Madrid.
Martín llevaba tres semanas repitiendo no no no. Deleitándose en
el no. No sé si eso significaba que estaba atravesando una fase de negación o
simplemente que le gustaba emplear esa palabra recién estrenada. La progresión
de su léxico dice mucho de él, de sus intereses y, por qué no, de la cultura
española. La primera palabra que aprendió fue “hola”, dicho en tono cantarín y
entre exclamaciones. Luego vino “papá”; y con esfuerzo y a base de enseñanzas, “mamá”. Quiere eso decir: 1, que somos un pueblo tan sociable, que la palabra más
empleada es “hola”; 2, ¿que aquí los padres son más importantes que las madres?
Pero sigamos con la progresión: luego vino “pis” y “caca”, porque
está en esa fase sucia y llena de sobresaltos malolientes de quitar el pañal.
Luego llegó el no; y luego, cuando empezó la ola de calor, “agua”, y acto
seguido, como para compensar, “pan”.
Su edad se niega a decirla correctamente, cuando se la preguntan
hace una mezcla entre “dos” y “tres”. ¿Podría detectarse ahí una ansiedad por
crecer y cumplir años? Y luego está su nombre: no consigue pronunciarlo ni de
lejos. Igual, pienso, es que no le gusta. Igual me confundí al elegirlo, quizá
tenía que haberse llamado Aquilino, como mi abuelo; o algún nombre de la alta
burguesía como Oriol, Adrián; o alguno que reivindicara nuestras raíces leonesas como Ordoño.
Pero no, le tuve que poner algo simple y que sonara un poco como mi propio nombre. Ay, por eso ahora me está castigando.
Pero no, le tuve que poner algo simple y que sonara un poco como mi propio nombre. Ay, por eso ahora me está castigando.
Me venían en ráfagas esos pensamientos mientras observaba a Paco
Roncero con sus tejemanejes gastronómicos. Una especie de profesor chiflado,
con esa cresta de canas que le nace sobre la frente, maniobrando casi oscuras
en un espacio inmaculado semejante a un laboratorio.
“Nitrógeno líquido”, pedía a sus ayudantes, “lima, un bol, pisco”,
casi como si estuviera en la mesa de operaciones. Luego el nitrógeno humeaba y
crepitaba y extendía su humo blanco entre nosotros.
¡Abracadabra! y de ahí
salía un pisco sour solidificado.
¡Abracadabra! y teníamos polvo de aceite de oliva.
“Metedlo ahora en la boca y masticadlo muy rápido, porque si no,
os podéis quemar la lengua”, ordenaba con ese estilo suyo expeditivo y franco. Y yo, llena de pavor obedecía a ciegas. Como
una niña. Y pensaba en Martín, en sus síes sonoros y sus noes nasales. En cómo
paladea las palabras, en cómo te mira a los labios cuando hablas para poder
aprender a pronunciar. Las palabras son un plato exótico en su boca. Quiere
disfrutarlo, pero debe aprender a hacerlo, debe concentrase al cien por cien. Poner
ahí todos sus sentidos. Como sucede con los platos de Paco Roncero.
Qué ingeniosa comparación, ¿eh?
Ahora ve, y explícaselo a Martín, me digo.
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