Odio las muñecas.
De todo tipo. Las que parecen
bebés monstruosos, y las que parecen lolitas provocadoras. El Nenuco y la
Barbie. El Baby Mocosete y la Nancy. De niña me ponía de muy malhumor cuando mi
prima, que tenía mi misma edad, me invitaba a subir a su casa a jugar a las
muñecas. Y no tenía más remedio que ir, porque si no, mi abuela se enfadaba.
Pero la verdad es que jugaba con tanta desgana, que al final mi prima se
cansaba de mí y yo me pasaba a las construcciones de Lego de sus hermanos que
ocupaban todo el pasillo de su piso, desde la cocina al salón, y eran mucho más
interesantes.
¿Por qué no me gustaban las
muñecas? Odiaba sus caritas de goma, sus expresiones aleladas, su olor a
plástico. Pero sobre todo odiaba el jueguecito a su alrededor. El jueguecito de
yo soy la mamá y ella es la currina. Y tiene pupa y llora, y tiene hambre, y le
doy de comer.
Yo no lo veía la gracia. No le
veía el sentido. ¡Jugar a ser mamás! Menudo aburrimiento, no podía imaginar
nada más aburrido que ser mamá, que ser señora-de-incesante-parloteo a la salida del
colegio o a la salida de misa o en la cola de la carnicería o en el baldosado
de la plaza mayor. O señora que cocinaba, que planchaba, que fregaba. Yo quería
montar en bicicleta, inventarme ciudades fabulosas con las construcciones de
Lego, leer cuentos, libros, Tebeos. ¡Pero un bebé que se hacía pis si le
apretabas la barriga! ¡Horror! Con esos muñecos no había más mundo que el
doméstico, no había viajes intergalácticos ni excursiones a bosques misteriosos
infestados de lobos ni a galerías cavadas por los nomos que habitaban el subsuelo. Solo la realidad prosaica:
dar de comer al bebé, vestir a la Nancy, acunar al bebé, hacerle moñitos a la
Nancy. Tejer un gorrito, coser una mantita, pintarle la carita con barra de
labios.
Por eso enseguida mis muñecas se
apolillaron, en ellas anidaron las arañas y las mariposas. En ellas anidó todo
lo que yo odiaba. Quizá estuvo bien, porque me sirvieron como exvotos para
exorcizar esa parte de ser niña que yo me negaba a aceptar. La Nancy rubia me
miraba desde la estantería de mi habitación, junto a la Nancy pelirroja y la
Nancy negra afro de mi hermana. Me miraban con sus ojillos lustrosos y
acusadores: no nos quieres, no quieres jugar con nosotros.
Y yo me acostaba todas la noches
con esos ojos fijos en mí.
Olvidaos de mí, les decía
mentalmente. Olvidaos de mí e id a vivir con mi prima. Donde habitan las
muñecas.
Acabo de acordarme de la cara que puse (o debí poner, tenía 8 años), cuando mis padres intentaron regalarme por el Olentzero una muñeca. Primer y último intento.
ResponderEliminarGracias a los Lego, Astérix y la bicicleta construí mi idea de la libertad cuando era niña.
Sigo en ello.
Gracias por el post.
Sí, las muñecas eran esa jaula invisible...
ResponderEliminar´MUERTE´´ A LAS MUÑECAS? JAJAJA QUE TONTERIA!! LAS MUÑECAS SON Y SERAN INMORTALES, HIJA! NO IMPORTA CUANTO ODIO LES CARGUEN! SON DE MATERIAL DURO Y LAS PUEDEN RE-HACER!
ResponderEliminarY SON DE TODO TIPO Y COLOR! SEGUIRAN EXISTIENDO HASTA QUE DIOS QUIERA, A PESAR DE TANTA NENA TOSCA Y BRUTA, FIJATE ODIAR A LAS MUÑECAS ..NO LAS HACE ´´LIBRES´´,PORQUE DE ADULTAS SON ESCLAVAS DE SU PROPIA AMARGURA!!!!
´´MUERTE´´ ´´ODIO´´ MIEDO´´...Y? QUE CULPA TIENEN LAS MUÑECAS...DE LA BASURA INTERIOR KE TIENEN ALGUNAS GENTES??
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