Lo que se esconde tras una música que te conmueve.
Nadie lo sabe.
Ni tú mismo.
Cada vez que escucho Liebenstraum
nr 3 de Liszt es como si llegara irremediablemente al final de algo que me
produce una terrible nostalgia dejar atrás.
El piano avanza suavemente hacia un abismo, muy quedo, muy
dulcemente avanza.
Y se desboca.
Mi madre se sienta en el brazo del sofá del vestíbulo para
escucharme tocar esa melodía. Lleva una falda tubo y un jersey de angora. Se
ladea una gordita de punto que se pone cuando va a salir. Me escucha con sus oscuros
ojos brillantes.
Ella piensa que toco bien.
Ha puesto todo su empeño en que aprenda a tocar, en que me levante
más temprano que el resto para ir al aula de música, en que salga más tarde que
el resto, en que practique a todas horas.
Ella va y viene, atareada con sus mil quehaceres de madre
emprendedora. Pinta, cocina, cose, lleva las cuentas. Se da sesiones de quimioterapia.
Mi madre piensa que toco bien.
Yo sé que no, yo sé que soy mediocre. Pero delante de ella, ataco
con brío el Liebenstraum de Liszt. Me
lo he aprendido de memoria. He aprendido cuándo toco el pedal, cuando suena molto agitato, cuando desciende suavemente
hasta el andante. Es la única pieza
que he logrado tocar pasablemente.
Ella piensa que todo lo toco bien.
No puedo defraudarla.
¡No!
Aunque.
En realidad no sé lo que piensa mi madre.
No lo sé y jamás lo sabré.
Mi madre que murió una tarde otoño cuando yo estaba preparando las
fugas y las sonatas de cuarto de piano.
Por eso, cuando escucho Liebenstraum
es como si llegara irremediablemente al final de algo que me produce una
terrible nostalgia.
Aunque.
Jamás escucho Liebenstraum
de Liszt.
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