Hoy han sucedido todas esas
cosas raras. Hoy ha sido uno de esos días.
Cuando desciendo la cuesta
de mi calle, dos policías aparecen repentinamente de la nada: han saltado una
tapia y se deslizan pegados a ella, mirando a todos los lados como si alguien
los siguiera, hasta alcanzar su vehículo azul. El vehículo azul sale haciendo
un derrape calle abajo.
Paso frente a una tienda de
comida made in usa adornada con una
ridícula profusión de calabazas de Halloween. Entre las tartas de zanahoria y
las cajas de comida precocinada, una anciana gitana con su moño de cabello
blanco, su falda tubo, su toquilla negra y sus zapatillas de andar por casa, mueve
los brazos dando explicaciones. Me pregunto qué busca allí.
Descubro en mi barrio un quiosco polvoriento
que está de liquidación. En el escaparate veo una caja con terroríficos dinosaurios de goma y entro para comprárselos a mi hijo. Mientras el tipo me cobra le digo
por dar conversación:
-Así que de liquidación.
-Sí. Me voy a jubilar a los
62.
-Qué suerte.
-Me lo merezco. Estuve 30
años de marino, sin ver a mi familia en meses. Y cuando dejas la mar... en
tierra adentro, dices, necesito hacer algo. Uno puso una granja de perdices,
otro camionero, yo dije, un negocio tranquilo. Pero estos años no ha
ido bien la cosa, así que para qué seguir.
El tipo, elegante y con una
impecable camisa Oxford, se mueve entre las estanterías medio vacías buscando
algo. Finalmente encuentra una bolsa usada, la sacude en el aire, introduce
dentro la caja de dinosaurios y me acompaña a la puerta. Se queda allí con las manos dentro de los bolsillos del pantalón.
Paso frente a las ventanas
abiertas de un bajo donde habita una familia gitana: todas las luces están
encendidas y hay una pantalla gigante de televisión en cada habitación.
Cuando voy a tirar la
basura, un hombre tiene medio cuerpo metido en el contenedor de papel. Lo observo
de reojo mientras me deshago de las botellas, un cava, varias cervezas, un vino
del Bierzo, cras, cras, ahí va una semana de vida social casera, pienso,
mientras me percato de que el hombre sostiene una percha metálica en la mano y
la utiliza a modo de anzuelo para intentar pescar algo dentro del contenedor.
Logra sacar una cazadora, unos pantalones, un cinturón. El tipo tiene el
cabello rizado y lleva pantalones de pinzas. Es aseado, de cuarenta, parece
avergonzado, mira a hurtadillas a su alrededor. Se pasa un pañuelo blanco por
la frente. Coge aire, mete la cabeza dentro del contenedor de nuevo. Lo primero
que se me ocurre: su novia lo ha echado de casa después de una bronca
monumental y ha tirado toda sus cosas al contenedor de papel. Pero entonces el
tipo extrae de allí un mono de raso negro muy sexy y muy femenino, lo alisa con
la palma de la mano y se lo coloca por encima como para comprobar si le
quedaría bien.
Justo antes de que cierren
el supermercado, entro a por un capricho de última hora. Compro queso brie, pan
y un tarro de pimientos asados. Entre las latas de aceitunas hay un loro que
emite salsa a todo volumen. Todos los empleados son latinoamericanos. Cuando
voy a pagar, me doy cuenta de que no tengo ni un duro. El cajero, un tipo no
muy joven, dice con acento colombiano:
-Lo mínimo para pagar con
tarjeta son diez euros... Pero aunque lo tuyo es menos, yo quiero ser tu amigo.
Sonrío, gracias, gracias.
-Me gusta tu tarjeta negra.
¡Qué banco tan raro...! ¿Por qué lo elegiste?
-Por la hipoteca -contesto-.
Estoy atada a él de por vida. Hasta los 65.
-Yo llevo trabajando desde
los 13. Y muchos años no he tenido ni vacaciones. A veces estoy cansado, muy
cansado. ¿No te pasa lo mismo? ¿Tú trabajas? ¿A qué hora sales? ¿Adónde vas de
vacaciones? ¿Conoces Colombia? ¿Te gustaría venir conmigo?
Salgo corriendo a la calle.
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