Me apunto a un exquisito curso de cata de vinos. Viernes tarde, jardín interior lleno de antigüedades y cestas de flores de aire muy provenzar en el barrio de Salamanca. Somos doce en torno a una mesa alargada, cada uno con su cuaderno, su lápiz, su librito con indicaciones, un vaso para el agua, otro para escupir el vino y cuatro copas numeradas.
Yo entiendo de vinos solo lo suficiente para distinguir un rioja de un ribera o un prieto picudo (leonés dotierradeleon.es) de un mencía (también leonés vinosdelbierzo.com). Pero estoy absolutamente convencida de que tengo un olfato increíble y un sentido del gusto de fábula. Error: a medida que avanzamos en la cata y probamos doce clases distintas de blancos, el orgullo por la eficacia de mi nariz va decayendo.
¿Qué olores detectáis en la copa?, pregunta el experto.
¡Frutal, herbáceo!, grito.
Me mira con impaciencia, no, más allá, tienes que ir detrás.
¿Ir detrás? ¿Detrás de qué?, me pregunto.
Y entonces alguien se atreve: a gominola blanca, a petróleo, a plástico.
El experto desvela que es un Riesling. Un vino alemán (como el experto, porque ya sabemos que todos los expertos son alemanes).
De ahí los aromas industriales, digo, aunque nadie le encuentra la gracia.
Cuando llega la siguiente tanda, el experto quiere que nos centremos en el aspecto táctil. Pienso que habrá que meter los dedos en la copa, como si no fuera suficientemente desagradable estar escupiendo el vino a cada trago (mi vecino de la derecha hace unos ruidos inenarrables). Pero no, se refiere a cómo sientes el vino en la boca: ¿es redondo, es lineal? ¿es un cohete? (es Superman, pienso con regocijo y me doy cuenta de que, en vez de escupir el vino, me lo estoy tragando, lo cual puede acarrear funestas consecuencias para mi sentido de la percepción).
Una señora oronda y enjoyada dice: lineal.
Bravo, ha acertado, es un Sauvignon Blanc, seco, ácido y aromático.
En la tercera tanda, mi nariz y mi lengua están ya atrofiadas, aunque el experto afirma con convencimiento que se van “educando”. Cuando me pregunta directamente por los olores terciarios (eh, pienso, que no hemos pasado por los primarios y secundarios), me lanzo: se detecta ahí en el fondo, por detrás, un aroma a detergente Fairy.
Se hace un silencio sepulcral. Se oyen carraspeos. El experto ni se inmuta.
Puede ser, dice dubitativo, es un Sierra de Gredos de tetrabrick a 0,80 cts el litro.
Luego viene una parrafada sobre que la calidad de los blancos españoles no se puede comparar con la de los franceses o alemanes, porque la uva blanca necesita climas fríos, etc, etc, pero a mí ya todo me da igual: he descubierto que tengo un olfato infalible para los vinos malos y me doy por satisfecha.
este post es terciopelado ;)
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